EL CHÁVEZ QUE CONOCÍ (I)

Corría el año 2001. ¿Qué antecedentes tenía yo del presidente Chávez? Que como militar había intentado un golpe de estado; que como candidato presidencial había sido el sumun del populistas; que como presidente era un desastre en el manejo económico y que como político en el poder, hacía constantes declaraciones de fervor ‘farquista’ y de enemistad con el ‘establecimiento’ colombiano.

Pues bien. El presidente del senado, Mario Uribe, a quien yo asesoraba como ‘escritor fantasma’, me dijo un día de aquel año: -José Obdulio, vamos a recibir en sesión conjunta de las cámaras al presidente de Venezuela, coronel Hugo Chávez. Miremos a ver unas ideas para el discurso de recepción. Mi posición política sobre Chávez y su gobierno eran tan escépticas que cualquier idea para un discurso de saludo a Chávez, iba a tener un tinte sesgado hacia la crítica y la identificación con los sectores de la oposición venezolana.

Yo me formé en un bolivarianismo a la Colombiana (mi alma mater lleva ese nombre), que es un bolivarianismo liberal, con profundo sabor cristiano. Sabía que, al contrario de nosotros, el bolivarianismo chavista era un fraude histórico. Chávez y sus teóricos, a pesar del famoso artículo de Marx contra Bolívar, se habían dedicado a pintarnos a un libertador disfrazado de Lenin. Escribí, entonces, un discurso sobre temas bolivarianos poco erísticos. Me referí a la disolución de la Gran Colombia y la subsiguiente formación de tres nuevos estados: Colombia, Venezuela y Ecuador. Palabras más, palabras menos, recordé que Bolívar, al final de sus días, resignado, había dicho que era imposible mantener unidos a esos pueblos -que eran una sola y gran nación- y que, por lo tanto, se debía dar paso a la formación de tres estados separados, pero que confraternizaran en todos los temas, particularmente en lo social y cultural.

Chávez llegó al recinto del senado con puntualidad y elegancia inglesas. Saludó cálidamente a todo aquel a quien había que saludar y se sentó, con pose prosopopéyica, a escuchar el discurso del presidente del senado. Eran seis cuartillas y su lectura duraba unos 18 minutos. Yo estaba en primera fila y miraba fijamente a Chávez, buscando algún gesto que indicara que, por lo menos, le interesaba el debate bolivarianista. ¡Nada! Chávez no miraba al orador ni a nadie. Parecía que su mente estaba lejana, que su espíritu navegaba por otras galaxias. No aprobaba ni negaba; tampoco tomaba nota. ¡Qué desastre!, me dije. Esto va a ser un diálogo de sordos. Seguro que el tipo va a sacar un papelito y leerá cualquier cosa que le hayan escrito en Caracas.

¡¿Leer un papelito?! Chávez aplaudió corto y leve; se dirigió al estrado, lanzó una mirada que abarcó al auditorio y comenzó a hablar. Sin una nota, sin ningún recurso nemotécnico. ¡Sorpresa! Citó las citas citadas. Es decir, repitió las frases de Bolívar que había leído Mario Uribe. Y comenzó una larga disertación sobre la interpretación de ellas que, también de memoria, complementaba con nuevas citas y con sus propias interpretaciones.

Desde ese día de 2001 tuve la convicción de que subvalorar, como creo que lo hacíamos muchos colombiano, era una estupidez. Que mirarlo con neutralidad era una estupidez. Chávez era -no me quedó duda desde aquel día-, un enemigo gigantesco, inteligente, informado y feroz de la democracia colombiana.

En 2002, ya en funciones de asesor del presidente Uribe, pude convertirme en un conspicuo ‘chavólogo’. Participé con él en largas tertulias; discutimos varios temas (en lo personal amablemente, ásperamente en lo conceptual); intercambiamos libros y hasta dos o tres veces hablamos por teléfono. El tema marxismo y bolivarianismo, fue el siguiente round que tuvimos. En el próximo artículo les relataré los pormenores.

Por José Obdulio Gaviria Vélez
 

 

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