El costo de la privatización de Isagén

El ministro de Hacienda presentó la venta del 58% de las acciones de Isagén como el intercambio de un activo que ya se realizó y se mantendrá en el país inmodificado por otro representado en las nuevas carreteras que de otra manera no se construirían.

La privatización le significa al país un regalo que, empleado de cualquier manera en la infraestructura, le significa una ganancia. La realidad es distinta. Si la empresa se vende a un inversionista extranjero, las utilidades se desplazarían al exterior y resultarían superiores a los beneficios generados por las carreteras.

Las autoridades gubernamentales no han entendido las finanzas de las obras públicas. La infraestructura vial es la actividad más intensiva en capital de la economía y de menor retorno. Dado el nivel de ingresos del país, los concesionarios no pueden cargar tarifas y peajes rentables. La falencia se ha subsanado con licitaciones que se otorgan por un valor inferior al real y luego se compensan con sobrecostos. Asimismo, las garantías de tráfico permiten sobreestimar la demanda y cargarla al Gobierno. Dicho en otros términos, los beneficios de la actividad recuperables por los agentes privados, e incluso por el Gobierno, son inferiores a los costos. Ahora se pretende hacer lo mismo con la privatización de Isagén. Así, los recursos de la venta ingresan al Fonade y a otras dependencias oficiales, y, a renglón seguido, se destinan a financiar créditos con plazos muertos, cubrir sobrecostos y pagar seguros de tráfico a los concesionarios.

De ninguna manera se puede argumentar que el activo de Isagén se queda en el país. Si la empresa es adquirida por inversionistas extranjeros, de seguro que movilizarán las utilidades antes de impuestos al exterior. En este caso el costo de oportunidad de los recursos obtenidos de la venta son las utilidades que saldrían del país y ascienden a $400.000 millones anuales, y por la simple razón de que la rentabilidad de Isagén es mayor que la de las carreteras, nunca se recuperarán en su totalidad.

Pero esta no es la única pérdida. La otra es que la empresa se vende en un momento inoportuno. La valoración que se hizo hace dos años en $5 billones, cuando el dólar estaba en $1.900, apenas se eleva a $5,2 billones. La suma que el país recibiría en dólares se reduciría en más del 25%.

La mejor ilustración de que no se trata de activos iguales es que muchos inversionistas estarían dispuestos a traer capital para invertir en Isagén y muy pocos lo harían en las concesiones de obras públicas a su propio riesgo. En tal sentido, la venta de Isagén es una forma de atraer financiamiento para la electrificadora y canalizarlo a los concesionarios de carreteras. El activo del Gobierno no estaría representado por las carreteras sino por deudas y subsidios.

No es fácil entender cómo los bancos de inversión pudieron justificar la operación. En el fondo, se está proponiendo entregar un activo como Isagén de rentabilidad probada de 10%, como lo confirma la entrada reciente en operación de Hidrosogamoso, respaldado en buena parte en un patrimonio sólido, a cambio de otro activo que entraría al Fonade y a otras dependencias oficiales, representado en deudas y subsidios a los concesionarios viales. Basta sumar y restar para advertir que el procedimiento financiero le significa un deterioro patrimonial a la nación.

Las cosas hay que llamarlas por su nombre. Si el propósito es ampliar la demanda y contrarrestar las fuertes presiones recesivas de la economía causadas por el desbalance externo, lo indicado sería que el Gobierno tramite una financiación directa. De este modo, se lograría adelantar el programa de estímulos viales sin entregar, al capital foráneo, las empresas rentables del país.

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