El derrumbe de Venezuela

Las cifras de la calamitosa revolución bolivariana en Venezuela deberían darle escalofríos a cualquier persona sensata de derecha o de izquierda: después de 15 años de desgobierno de Chávez y Maduro, la hermana república tiene el índice de homicidios más alto de Suramérica (matan más gente en Venezuela sin conflicto armado que en Colombia con todo y conflicto); es el país más corrupto de América Latina (según Transparencia Internacional está en el puesto 169 entre 175 países del mundo: solo la superan unas pocas autocracias africanas); tiene la inflación más alta del continente (57%) y la devaluación de la moneda galopa a tal velocidad que nadie sabe cuánto valdrá el bolívar mañana.

El desabastecimiento de productos de primera necesidad es alarmante. Los eruditos de la economía bolivariana, asesorados por los genios de Podemos en España, creen que con una varita mágica es posible repartir lo que el país (por las expropiaciones a los empresarios) dejó de producir y lo que los petrodólares ya no alcanzan a comprar. Los economistas y asesores del vecino país solo son buenos para enriquecerse a sí mismos, a costa de toda la nación. A los economistas del Estado que todo lo resuelve y reparte se les llena la boca con la palabra pobreza y luego se les llenan los bolsillos al quedarse con la mejor parte de la repartición. Son al mismo tiempo retóricos, demagógicos y sucios.

La situación política es, si se puede, incluso peor que la económica. Mantener un periódico o una emisora que se oponga al régimen es casi imposible. Ya los canales de TV han sido comprados o sacados del aire. A los periódicos opositores no se les permite importar papel y mantienen a raya las opiniones contrarias a la revolución imponiendo multas y amenazando con procesos judiciales que convierten el ejercicio del periodismo independiente en un acto heroico y peligroso. En cuanto al oficio de oposición política, la situación es todavía más grave. Leopoldo López ya lleva casi un año en una mazmorra militar, incomunicado, sin poder hablar en privado ni siquiera con sus abogados (no digamos con la familia), acusado de delitos atroces que solamente se cree una justicia dominada por la opresión chavista. Nunca la Corte Suprema venezolana ha emitido una sola sentencia en contra de la opinión del gobierno, y cuando una jueza, María Lourdes Afiumi, se atrevió a liberar a un opositor que llevaba en la cárcel tres años sin haber sido siquiera llevado a juicio, el mismo Chávez ordenó que la metieran presa 30 años. El poder judicial dicta sentencias con miedo a las represalias del gobierno.

En los últimos días, después de haberla despojado de sus derechos políticos en la Asamblea Nacional, y tras haberle prohibido salir del país, se está acusando a otra líder carismática de la oposición, María Corina Machado, de haber tenido el deseo de asesinar a Maduro. La acusación es delirante. Si algo le conviene a la oposición venezolana es que un inepto como Maduro siga al frente del poder, pues él —igual de inepto, pero sin la energía ni el carisma de Chávez— es la mejor garantía del derrumbe del régimen. Con la reducción de los precios del crudo, que representan casi la totalidad de las exportaciones venezolanas, la capacidad chavista de comprar con billetes y mercados las conciencias y el apoyo de las masas, se volverá insostenible. Cuando termine la pesadilla, quedarán multitudes acostumbradas al subsidio y a la asistencia, maleducadas por tres lustros de demagogia.

El gobierno colombiano —secuestrado, en cierto sentido, por el proceso de paz— no puede seguir mirando para otro lado mientras la democracia desaparece en Venezuela. Ese modelo absurdo es el modelo político, económico y moral que proponen las Farc para Colombia. A semejante desastre ético y práctico conviene empezar a oponerse y a mostrar sus lacras desde ya. Es obvio que Santos no es castrochavista, pero por lo mismo debe enfrentar ese modelo también en el discurso y en la política exterior.

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