El desafío del 8D

"Si respondemos ojo por ojo, lo único que conseguiremos será un país de ciegos" (Ghandi).

Sobran razones para la desesperación, el desánimo y el despecho. Nos sabemos mayoritarios, asunto que ya absolutamente nadie en el seno opositor cuestiona – como sucediera, bien por el contrario, hasta antes del 14 de abril. Y que hasta entonces sólo los más osados proclamáramos.

No conozco a un solo opositor – de Teodoro Petkoff a María Corina Machado y de Ramón Guillermo Aveledo a Antonio Ledezma – que lo ponga en duda. Un hecho de extraordinaria importancia, pues además de sabernos mayoritarios, sabemos casi con absoluta certeza que esa voluntad ciudadana no dejará de serlo y expresarlo. Y un pueblo que se sabe mayoritario, procede en conciencia y atiende con temple y esperanza al llamado del destino es invencible. El pueblo democrático venezolano es mayoritario, le asiste la razón y jamás ha perdido las esperanzas. Su victoria será inevitable. A pesar de lo cual no faltan los desesperados, los desanimados, los despechados

Esa contradicción entre el sustrato real de nuestras luchas y la conciencia que las acompaña se nutre de la profunda asimetría entre los medios con que se impone la dictadura y los medios con que combatimos los demócratas. Y la apariencia de invencibilidad que muestra el poder. Una apariencia basada en el control totalitario del Estado, frente al cual nos sentimos inermes y extraviados. Ese inescrupuloso y brutal control de las instituciones, la ilimitada perversión de quienes las manipulan a su antojo, la pérdida de esencia y contenido de aquellas que debieran regular la justicia e imponen la injusticia, la imposición policial del caos, la pasividad y apatía con que deambulan quienes debieran ponerle coto con sus armas al desafuero y lo asisten cómplices, traicionando la esencia de sus tradiciones, bajo las órdenes superiores de un Estado Mayor carcomido hasta la médula por su inconciencia moral.

Esa asimetría encuentra su clave en la disposición de la barbarie de llegar hasta sus últimas consecuencias – el crimen y el asesinato – para imponer sus viles y aviesos propósitos de dominación totalitaria, y el pacifismo de quienes no pueden enfrentarlos en el mismo terreno – el terror con el terror, el ojo con el ojo – sin traicionar sus más íntimas convicciones democráticas. Es la compleja disparidad entre quienes persiguen la guerra y quienes abrogan por la paz. Una situación que, llevada al extremo, conduce al callejón sin salida de quienes carecen de legitimidad y se asientan en el abuso, el crimen, el terror. Un duelo que, como lo demuestra la historia, termina siempre a favor de la paz. Como lo están demostrando los hechos: sin el robo, el fraude, el terror Nicolás Maduro no podrá ganar una sola elección en Venezuela. Desde el 2007, pero en particular desde la muerte de Chávez, la derrota del régimen en el terreno de las mediciones electorales es una condena de la que no se podrá zafar por más esfuerzos que intente.

He conminado insistentemente a nuestras organizaciones civiles y políticas para que enfrenten los abusos e irregularidades del ministerio de elecciones. Y comprendo, como mía propia, la desesperación de quienes votamos con la dolorosa conciencia de que en Venezuela, por lo menos desde el 15 de agosto de 2004, cuando fuéramos víctimas de un fraude descomunal, se vota, pero no se elige. A pesar de lo cual, y sin que hayamos hecho uso de las legítimas acciones a que nos faculta la Constitución, el régimen se ha ido hundiendo en una irremediable maraña de contradicciones, crisis sistémicas y reiteradas, y se vea ante un sombrío panorama que no hace más que oscurecérsele. El desastre económico y social producto de su colosal ineficiencia y sus absurdos proyectos de dominación hegemónica los tiene al borde del abismo. Si Chávez dizque ganó las últimas elecciones a las que se presentara – boqueando, por cierto, extenuado y exangüe por el esfuerzo inhumano al que lo sometiera el castrismo -, su precio fue precipitar su muerte. En cuyas garras ya reposaba el 27 de diciembre, cuando quedara, para siempre, fuera del juego de los vivos. Desde entonces el país fue otro. El socialismo del Siglo XXI, cualquiera fuera esa quisicosa, se hundió en la miseria fecal de sus despojos.

No cuentan Maduro, los esbirros que le acompañan y la nomenklatura cubana que lo apuntala con la más mínima posibilidad de conquistar el respaldo popular de Venezuela. Van a redropelo de la historia.  Con su muerte, Chávez arrastró consigo a sus mesnadas uniformadas y al grueso de las fuerzas que lo seguían con tribal y supersticiosa religiosidad. Dígase lo que se diga, ni el chavismo lumpenesco y popular ni la Fuerza Armada Nacional son lo que fueran: se evanescieron. Los jolgorios monumentales y las escuadras de Molero Bellavia, Rangel Silva y Alcalá Cordones fueron apartados de un manotazo del escenario de la historia. Con Chávez se murieron el chavismo y todas sus concomitancias. Para bien del futuro de Venezuela.

Estos hechos acorralan al régimen, cuya desesperación lo tiene de pataleo en pataleo. Se le trancó la vía electoral y por más esfuerzos, pujos y deseos que tenga, un autogolpe que termine por apalear la lámpara y entronizarlo en un régimen de fuerza parece cada día más alejado de las posibilidades reales. Lo que no implica, en absoluto, que la vía a la radicalización, la represión, la violencia y la estafa –incluso la siembra de muerte y destrucción – esté sellada. La bestia está grave e irreparablemente herida, pero sus garras y colmillos están intactos.

Aunque los muertos que causan ya no son los manifestantes de Puente Llaguno. Son humildes ciudadanos que creyeron en Chávez, y que no mueren en una epopeya bolivariana sino en una desesperada búsqueda de una lata de leche en polvo o un kilo de harina pan, aplastados por la desesperación de una clientela igualmente chavista, angustiada de verse con las manos vacías. Una masa creciente de descontento y frustración que si llegara a protagonizar un Caracazo apartaría de un manotazo a la inmundicia que usurpa el Poder. Pero llevándose por delante, seguramente, a justos y pecadores. Y abriendo una caja de Pandora que podría desatar todos los demonios.

Es el peligro inminente de una rebelión civil que comienza a asomar los colmillos y precipita las movidas de los usurpadores para amenazar, cerrar o comprar medios e impedir el efecto multiplicador de la pantalla. ¿O no sabe la ciudadanía de la cantidad aterradora de protestas civiles que sacuden al país de Sur a Norte y de Este a Oeste?

Fernando Mires señaló un hecho crucial para explicarse la avanzada de la criminalidad política que hoy impulsa y sostiene al régimen. Carente de legitimidad, el populismo en su fase terminal no tiene más recursos que la violencia hamponil. Cuajado de desbordes de matonaje y violencia física, como la protagonizada el martes 30 de abril en la asamblea por las huestes de Diosdado Cabello contra los diputados de la oposición María Corina Machado, Julio Borges y otros. Refrendada por la violencia verbal, la vulgaridad, la grosería y la estupidez vivida la noche del martes 13 de Agosto en el mismo recinto. Cuando uno de los espalderos más impresentables de Chávez las emprendiera contra el líder de la Venezuela democrática, Henrique Capriles.

Sería un grave error de cálculo pensar que esa violencia hamponil se detendrá allí. La persecución a personalidades opositoras se sirve de todos los medios imaginables y no tiene prurito alguno en recurrir al atentado, a la golpiza, al asesinato, la muerte. La pérdida de legitimidad los ha puesto al desnudo y heridos de muerte en sus pretensiones dictatoriales no tendrán otro freno que la unidad férrea de la oposición tras su liderazgo político y cultural.

Es en ese contexto, consciente de nuestras fortalezas y debilidades, que considero la inmensa trascendencia de las elecciones del 8 de diciembre. Perfectamente en claro que Henrique Capriles está cumpliendo con encomiable tenacidad, virilidad, temple y madurez la difícil empresa que ha decidido encarnar: la liberación de nuestra Patria. Y que carentes de otros medios de aparente mayor contundencia, como las armas, los cuarteles y las divisiones o las cuadrillas de matones y esbirros del hamponato castro chavista, la masiva participación electoral puede constituir un golpe formidable, irreparable y definitivo para la tambaleante satrapía que nos desgobierna. Un irrenunciable objetivo de alta política.

Es por las mismas razones que me acongoja la decisión de mi admirado amigo y compañero Antonio Ecarri, un venezolano honorable que podría llegar a jugar un papel de gran trascendencia en el futuro político de nuestro país, de ir a contracorriente de la voluntad unitaria de la oposición y poner en peligro el objetivo más trascendental de estas elecciones: la reconquista del municipio Libertador. La misma objeción podría planteársele a Ismael García, cuya nominación Ecarri cuestiona con razones para él suficientes. En ningún caso como para poner en peligro la reconquista de la democracia. Como es matemáticamente imposible que divididos impidan la victoria del adversario, les hago a ambos un llamado de urgente patriotismo: unan sus fuerzas. La victoria moral de quien aprecio como a un familiar lo situaría en un papel estelar para nuestro fecundo futuro. Si la oposición gana Libertador y la Alcaldía Mayor, es decir: si la oposición se hace con el poder de la capital de la República, la victoria final será arrolladora.  Y estará a un paso. No comprenderlo es un crimen de lesa política.

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