El dolor de Caquetá

Un tanto tarde llegó la indignación colectiva y unánime, que debe ser manifestada en forma de rechazo cerrado, frente al terrible crimen del que fueron víctimas en Caquetá, Florencia, cuatro niños indefensos que dormían en su casa la noche del miércoles pasado: algunos desquiciados que merecen, por supuesto, todo el peso de la ley en su contra, entraron y empezaron a disparar, sin mediar palabra alguna, contra lo que se moviera.

Así pues, los hijos de Jairo Vanegas Lozada y Victoria Grimaldo Amézquita (Samuel de 17 años, Juliana de 14, Laura Jimena de 10 y Déinner Alfredo de 4) murieron por mano de la violencia que se come vivo a este país. Este deplorable homicidio nos mata también un poco a nosotros, a esta sociedad. Y prueba cosas, de paso.

Lo primero, claro, es el dolor ajeno, un concepto que hemos tratado con anterioridad en este espacio editorial y que hoy, ante el dolor de los familiares de los niños, quisiéramos repetirlo con vehemencia: la sicología colectiva que nos caracteriza parece inmune frente a este tipo de eventos. Y empezamos por casa: no, no fue suficiente el despliegue que los medios le dimos a la muerte sanguinaria de estos cuatro menores de edad. Y no fue para nada similar (como sí lo ha sido para otros actos de barbarie que a veces ocurren, incluso, en otras partes) la respuesta que la sociedad les dio a estos hechos. ¿Tanta es la sangre que ha corrido por los caminos de Colombia que ya no nos conmueven estas cosas? ¿Tantas son las excusas que hemos sacado para la barbarie (nombrarla, etiquetarla, resumirla, reducirla, analizarla) que ya no nos toca como seres humanos? ¿La normalizamos acaso? Habrá que reeducarnos para poder ver las cosas como son, para volver a darles el nombre y la reacción que merecen. Y eso empieza, por supuesto, desde nosotros mismos, los medios que le informamos al país sobre los hechos que aquí acontecen.

Por supuesto, este suceso merece una respuesta estatal integral. Y varias son las pistas que nos ayudan a descifrar el caso: las amenazas que denunciaron los padres de las víctimas desde hace un tiempo, el testimonio de uno de los menores, sobreviviente a la matanza; la disputa por la tierra que entra como hipótesis (problema viejo este, que el país no ha sabido resolver), entre otros factores. Ante la barbarie, claro, el Estado se movilizó y sus principales representantes dijeron palabras, otros fueron a la zona a instancia del presidente de la República, otros barajaron teorías. En fin. Ojalá, para este caso particular que debió enlutar al país, haya una pronta respuesta, se dé con el paradero de los culpables y sean juzgados con toda la autoridad del caso.

Pero vaya si es bastante lo que puede hacerse a un nivel general, no solamente de protección a la infancia (para el caso sería útil repasar las recomendaciones que da el Comité de Derechos de la Niñez de Naciones Unidas, en cuanto a eficacia administrativa y también acceso a la justicia), sino también sobre nuestras propias reacciones, sobre esa crueldad que queda reforzada en el momento de voltear la vista a otra parte mientras cosas tan salvajes pasan en nuestro propio territorio. El dolor de Caquetá, que claramente no puede ser metido en el mismo saco de tragedias innominadas (porque las violencias tienen que ser diferenciadas), debe ser el nuestro también. Así lo es el día de hoy: a los familiares mandamos todo nuestro apoyo y solidaridad.

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