El estigma de la tierra

Con incomprensible agresividad, una columnista de El Espectador me agravia calificándome como parte de “una clase dirigente inferior y venal”, y al gremio ganadero como “el estamento más abusivo del campo, notablato especulador y evasor, fusionado con el narcotráfico, manchado de sangre y enemigo de la paz”.

Demasiados insultos en apenas 600 palabras, contra el gremio que, en medio del abandono del campo, produce carne y leche para Cristina de la Torre y todos los colombianos; un gremio que ha enterrado a miles de los suyos, ha sufrido el secuestro, la extorsión y el despojo, y cargado con el estigma latifundista, difundido desde las selvas colombianas y hoy desde La Habana, para pretender culparnos de la violencia, la pobreza y el atraso rural.

Nadie se opone al derecho de los campesinos a la propiedad, pero estamos en contra de convertirlos en pobres con tierra, con parcelas insuficientes, sin asociatividad, asistencia técnica, crédito ni conexión con los mercados, amén de un largo etcétera de falta de vías, escuelas, vivienda, servicios públicos, hospitales,…

Hemos insistido en la revisión del catastro rural, no solo como base de un impuesto, sino como orientador de la política pública agropecuaria; que dirima el conflicto entre vocación y uso de la tierra, y ayude a encontrar el equilibrio entre la distribución necesaria para ofrecerle una posibilidad digna a la economía campesina y no la perpetuación de su pobreza, y la concentración requerida para aprovechar nuestras ventajas comparativas como exportadores mundiales de alimentos y, también, para no ser aplastados por los TLC.

Estamos de acuerdo en que las tierras mal utilizadas paguen más impuesto, pero reclamamos el cumplimiento del mandato constitucional de dar “especial protección a la producción de alimentos”, no como una prebenda injustificada, sino por su valor estratégico para la seguridad alimentaria y para generar riqueza y estabilidad social en el campo.

Al país hay que decirle la verdad sobre la concentración ganadera de la tierra. Miles de hectáreas se dedicaron a ganadería en el Caribe cuando fue más barato comprar algodón en Estados Unidos; miles a ganadería de leche cuando fue más barato importar cebada y trigo. Miles en la Orinoquía y Amazonía se dedican a ganadería extensiva, porque allí se carece de todo y la tierra no sirve para otra cosa, salvo con inmensas inversiones para hacerla productiva. La Unidad Agrícola Familiar, UAF, que el Gobierno mismo define como la extensión para generar un ingreso de dos salarios mínimos, en esa región oscila entre 1.000 y 2.000 hectáreas, así  que muchos latifundistas del Censo Agropecuario no son más que pobres campesinos.

Millones de hectáreas robadas por guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares han sido pobladas con ganado –es cierto–, pero eso nada tiene que ver con la actividad lícita de cerca de 500.000 ganaderos. Expropiarlas y perseguir a los delincuentes es responsabilidad incumplida del Estado, como lo es recuperar con firmeza los baldíos perdidos por un manejo negligente y permeado de corrupción.

Tampoco existen ganaderos salvajes quemando selvas para sembrar pastos. El país sabe que la historia de la colonización depredadora ha sido la del desplazamiento –hay que leer la Vorágine de Rivera– por la pobreza y la violencia desde el siglo pasado. Hoy Fedegán, por el contrario, es pionero en proyectos de ganadería sostenible.

Antes de insultarnos, invito a Cristina de la Torre a conocernos. Pero que nadie lo dude; seguiremos defendiendo el derecho a la propiedad privada de la tierra legítimamente adquirida.

Nota bene. Entre 2000 y 2014, el catastro rural, base del predial, pasó de 30 a 139 billones de pesos.

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