El famoso complot de Juan Manuel

Una paz duradera debería tener la intención de entregarle un poco a la izquierda lo que le negaron.

De todas las estupideces que se han inventado alrededor de este gobierno y su intención de sacar adelante un proceso de paz con las Farc, quizás la más delirante es que Juan Manuel Santos es un comunista agazapado desde su juventud, que tuvo adoctrinamiento en Cuba, conoció a Maduro y recibió el alias de ‘comandante Santiago’. Ese fue el último capítulo de este culebrón según el cual Colombia será entregada a un complot de la izquierda internacional.

Toda una gran paradoja la de este hombre que en verdad luce forzado cuando intenta ser simpático y cercano a la gente, que tuvo que luchar contra la imagen de clasista, de oligarca connotado, y administrar su escaso carisma justo por ese aire de superioridad y la distancia que imponía a los demás, y que ahora debe aferrarse a su casta, a la sangre azul de su apellido para que no siga haciendo carrera este engendro ridículo de que le quiere entregar el país al comunismo.

No obstante, la enorme ironía es que, en el fondo, para que en Colombia haya paz real, efectiva, duradera, debería cumplirse un poco la tal conspiración. Una conspiración para que los ricos colombianos cedan algo de su prosperidad y privilegios a los excluidos de siempre (que no son solo los más pobres); una conspiración para que las élites tradicionales abran espacio político a las izquierdas, les aseguren vida democrática, garantías efectivas de que, sin armas, podrán subsistir, participar y competir. Un complot para que el socialismo, no el de los vecinos al que ya le quedan los últimos estertores antes de morir y dejar un mal recuerdo, sino el nuestro, ese que fue sacado a sombrerazos, a patadas, a punta de represión, de la vida nacional, ingrese por una puerta decente, se reintegre, y demuestre qué modelo de sociedad quiere proponer. A la postre, aquí ha habido por un par de siglos un gran complot de las clases dirigentes contra la indiamenta, la negramenta, los Pataquiva y los Tuta, pero también los Pérez y los Rodríguez.

La base de todo el conflicto colombiano, aun mucho antes de que nacieran las Farc y el ELN, ha sido la profunda exclusión, la política, la económica, la social, la cultural. Hace una década lo dijo Luis Jorge Garay en la revista de la Contraloría General, pero no lo escuchamos con atención: Colombia es el segundo país más inequitativo del mundo; un sitio donde el 1,1 por ciento de los propietarios del agro posee el 55 por ciento de toda la tierra; donde la gente de altos ingresos gana 26,3 veces lo que ganan quienes devengan el mínimo o menos; donde el 75 por ciento de todo el crédito comercial está prestado a 2 mil empresas o personas naturales, a pesar de que existen más de un millón de negocios informales, 12 mil fábricas formales y 208.659 establecimientos comerciales.

A comienzos de este año lo dijo Thomas Piketty, y algo quedó retumbando pero no lo suficiente: hoy, 2.300 personas tienen el 53,5 por ciento (43’928.305 hectáreas) de la tierra con vocación agrícola o pecuaria en el país. Y 2.681 clientes tienen el 58,6 por ciento de todo el dinero depositado en los bancos. El resto, unos 44 millones, tiene solo el 2,4 por ciento.

En el 2009, cuando Carolina Hoyos era comisionada de Televisión le hicieron una entrevista radial, y le preguntaron por qué todavía no la habían nombrado ministra. Ella, sin mala intención pero con toda la espontaneidad de quien habla del orden natural de las cosas, respondió algo como ya vendrá, ya vendrá. “Sé esperar; soy una Turbay”. Con esa misma lógica fatal, que casi nadie percibe porque nacimos y crecimos en medio de ella, su tío Julio César fue contralor general (pésimo, por cierto), y su hermano Miguel fue el concejal más joven en Bogotá, y ahora el flamante secretario de Gobierno. Con esa dialéctica, Simón Gaviria Muñoz ya era director de Planeación 30 años antes de nacer, y Ernesto Samper y Andrés Pastrana estaban cantados como presidentes desde tres décadas atrás, cuando apenas arrancaban en el “difícil” mundo de la política.

En el reciente escándalo que descabezó a Vicky Dávila, supimos por ejemplo que Jorge Hernán Cárdenas, hermano de Mauricio, ministro de Hacienda, tiene contratos millonarios con la Policía y a pesar de ello es uno de los miembros de la comisión creada para investigar a la entidad luego de las gravísimas denuncias de La FM. Lo que algunos vieron y cuestionaron es que, si eso no es ilegal, al menos es de muy mala presentación que uno de los investigadores reciba dineros del general Palomino; pero lo que nadie vio, porque forma parte de nuestra cotidianidad, es que estos Cárdenas (incluida Patricia, embajadora en Japón y ahora en México) se han beneficiado con dineros públicos desde hace 20 años o más, en ministerios, embajadas, juntas directivas, contratos fantásticos. Mauricio salió indemne del terrible escándalo de Dragacol 20 años atrás, y ahora acaba de suceder lo mismo con el episodio de Reficar, aún más vergonzoso. Nada pasó. Nada va a pasar.

Aunque aplaudo que las Farc entren a la política, es muy improbable que vote por ellos alguna vez, pues el modelo de sociedad que pregonan me parece premoderno, autocrático e informal, con el riesgo de un justicialismo revanchista y resentido (lo que llevó a la catástrofe a Venezuela); también, porque me produce muchas dudas si podrán dejar su esquema mental castrense, para entrar en el debate y en el proselitismo sin imponer a la fuerza, ni mentir. Sin embargo, confieso, me causa mucha más suspicacia la clase dirigente colombiana tradicional y su negativa torpe ante la obligación y necesidad que exige una paz verdadera de ceder un poco el monopolio de sus privilegios, su predominio excluyente y sus contratos con esa fabulosa teta que es el Estado.

Se requiere, entonces, que el cacareado complot que se inventó la ultraderecha de que Santos le quiere entregar el país a la izquierda, resulte ser un poquito cierto. ¿Y qué más lógica puede tener que uno de los hijos egregios de la plutocracia sea quien negocie con los que se levantaron en armas contra ella? Ya lo dije una vez en este periódico: Colombia no está en riesgo de volverse una Venezuela porque las Farc entren a competir; el verdadero peligro es que las élites sigan haciendo la política y los manejos que han hecho hasta hoy con sus Dragacoles, Foncolpuertos, Reficares, Interbolsas; su desdén y corrupción en el Congreso, en las asambleas, alcaldías… Si la guerrilla y la izquierda que se concentren alrededor son serias e inteligentes, deberán entrar a convencernos de que son mejor que ellos.

Y ojalá lo sean. Por lo menos en Bogotá, en estos últimos doce años, quedó claro que pueden ser la misma cosa o incluso peor.

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