El fascismo tropical

"Huele a podrido en Dinamarca" Hamlet

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Un asesinato rodeado de las circunstancias y características del cometido contra el polémico joven diputado y alto dirigente del PSUV Robert Serra no es tema baladí como para lanzarse espontáneamente al ruedo a emitir opiniones y establecer juicios apriorísticos. Hecho y circunstancias son demasiado graves como para no proceder con la máxima cautela y la mayor ponderación. Y debe ser valorado en la situación en que acontece: en medio de una grave crisis política, económica, ética y moral, agudizada por conflictos sociales potencialmente explosivos, mientras los campos enfrentados atraviesan por desacuerdos internos de hondo calado y ni el oficialismo ni la oposición – marchando tras objetivos antinómicos – dejan de mostrar profundas fisuras. Como las puestas de manifiesto con el asesinato de cinco miembros de uno de los colectivos revolucionarios en el centro de Caracas el pasado 7 de octubre a manos del CICPC, imposible de desvincular del contexto de los asesinatos que se vienen cometiendo sistemáticamente en esta fase terminal de la llamada “revolución bonita”. Cuando matar no basta para exterminar a la víctima, requiriéndose el descuartizamiento de sus despojos.

Las implicancias políticas de todos estos asesinatos son tan indiscutibles, como que la víctima del primero de esta serie más reciente – como lo fuera anteriormente el de Eliézer Otaiza – es un dirigente destacado, un político ascendente con un enorme potencial de crecimiento en su universo, encargado de dirigir determinados sectores y responsable por la acción más delicada en el campo de la política revolucionaria: el de las acciones de los llamados colectivos, grupos de fuerza de índole parapolicial establecidos en el filo entre la política y la delincuencia, Como lo revelaran las autoridades del organismo policial que participara en los luctuosos sucesos: asaltantes, secuestradores, chantajistas. Colectivos a dos de los cuales pertenecieran los últimos cinco asesinados en Quinta Crespo.

Puede que ni siquiera las más altas autoridades del régimen estén en capacidad de comprender la naturaleza delincuencial y neofascista del sistema que han prohijado, que comienza a írseles de las manos y en el que el asesinato se ha convertido en necesidad política. Un mal que fuera endémico en sociedades vecinas, como el del terror y el deliberado asesinato de actores políticos en la Colombia anarquizada por la guerra civil, y del que la democracia instaurada en nuestro país el 23 de enero de 1958 nos liberara, parece abrirse paso en la Venezuela bolivariana. Como lo señalaran los estudiosos del nazismo alemán y del fascismo italiano en los años treinta y cuarenta, la política ha hecho metástasis en el cuerpo social, gangrenando todos los poderes económicos y sociales en su dialéctica confrontacional, desplazando a las clases y grupos de intereses por bandas delictivas creadas y crecidas al amparo de los intereses del Estado. Como lo señalara el pensador alemán Theodor Adorno en 1941, la historia del Estado fascista “es la historia de las luchas entre bandas, pandillas y grupos delictivos”.

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Un reportaje recientemente aparecido en un portal de internet da cuenta del crecimiento exponencial del sincretismo religioso, impulsado desde la ideología dominante y la subordinación de sus élites al infra mundo de la cultura afrocubana, propiciando la regresión a nuestros supuestos orígenes raciales como respuesta sociopática a los graves conflictos que enfrentamos actualmente, formas tales como la santería y la adoración de ídolos de la delincuencia popularizada entre los sectores más menesterosos de la sociedad venezolana. Así como la disolución de las fronteras entre lo tabuizado y lo permitido en el comportamiento individual y colectivo. Sobre el primero, recomiendo del gran antropólogo cubano Fernando Ortiz LOS NEGROS BRUJOS (apuntes para un estudio de etnología criminal). Respecto del segundo, y en el colmo del quid pro quo, las madres van a improvisados panteones del Cementerio General del Sur a adorar figuras de siniestros asesinos para proteger a sus desamparados hijos de ser asesinados: el síndrome de Caracas. Regreso al oscuro corazón de nuestras lejanas tinieblas ancestrales.

Mito y religión al servicio del fascismo: el hitleriano apeló al panteón nórdico, el Walhalla y los dioses pangermánicos, los Nibelungos y sus sagas. ¿Qué es el wallhalla? “En la mitología nórdica, Valhalla (del nórdico antiguo Valhöll, «salón de los muertos»1 ) es un enorme y majestuoso salón ubicado en la ciudad de Asgard gobernada por Odín. Elegidos por Odín, la mitad de los muertos en combate viajan al Valhalla tras su fallecimiento guiados por las valquirias, mientras que la otra mitad van al Fólkvangr de la diosa Freyja. En el Valhalla los difuntos se reúnen con las masas de muertos en combate conocidos como einherjer, así como con varios héroes y dioses germánicos legendarios, mientras se preparan para ayudar a Odín en el Ragnarök, la batalla del fin del mundo. Ante la gran sala, cuyo techo está cubierto con escudos dorados, se halla el árbol dorado Glasir. Alrededor del Valhalla moran varias criaturas, como el ciervo Eikþyrnir y la cabra Heiðrún, que pacen el follaje del árbol Læraðr sobre el Valhalla.” (http://es.wikipedia.org/wiki/Valhalla).

El panteón malandro del fascismo venezolano no tiene antecedentes de tal alcurnia Dice el reportaje en cuestión: “Entre los espíritus más populares está “Ismael”, un asaltante de bancos y camiones de carga, que algunos dicen que mató a decenas de personas en la década de 1970 antes de morir, como muchas otras deidades de la corte malandra en enfrentamientos con policías o bandas rivales.” Y a la cabeza de la restauración genética de uno de los componentes raciales de la malherida nacionalidad no se encontraba un admirador de Wagner y El Anillo de los Nibelungos, como Hitler, sino un fan de Alí Primera, que solía entonar Los Techos de Cartón, Cuba es un paraíso y la Canción mansa para un pueblo bravo.

Pues también en su argumentación antropológico cultural los fascismos tercermundistas se adecúan a los pobres ingredientes con que cuentan. Wagner y Hitler, para los fascismos del capitalismo en su fase monopólica; Chávez –o Maduro, su Ersatz – y Alí Primera para el capitalismo dependiente, aún sujeto a determinaciones tribales. Sus tropas de asalto no asesinan estudiantes al son de La Cabalgata de las Walquirias sino al son de Los Techos de Cartón. Como le diría el ex ministro Izarra a quien funge de actual presidente Nicolás Maduro: “¡Es lo que hay!”

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Imposible dar con la científica y exacta caracterización del régimen si nuestros intelectuales se muestran incapaces de pensar nuestra sociedad y las élites políticas a las que sirven y de las que son, dicho gramscianamente, “sus intelectuales orgánicos”, se niegan a enfrentarlo. Ambas élites han acordado de consuno, y sin mayores discusiones, que el período que vivimos no es más que un pasajero trago amargo y el gobierno no más que un mal gobierno. Adentrarse en el análisis de la sociedad venezolana en su cruda realidad y concluir en la naturaleza dictatorial, neofascista y subordinada del sistema de dominación que nos abruma pondría demasiados y muy complejos problemas al desnudo: verse en el espejo roto de las propias miserias, reconocer la impotencia a la que hemos descendido al renunciar al control político de nuestra sociedad y delegárselo al ignaro, inculto y brutal estamento militar – por nuestra propia culpa, con nuestro consentimiento y la obscena alcahuetería de las decadentes élites civiles: institucionales, mediáticas y empresariales del puntofijismo – y calibrar en su justo término conceptual la colosal montaña de detritus que hemos ido acumulando en las últimas décadas de nuestro tormentoso desarrollo. Y lo que aterroriza: ver la dimensión del desafío que enfrentamos y la infinita modestia de los medios y capacidades humanas con que contamos como para reiniciar la andadura moral de la Nación. Una bagatela: una nueva revolución independentista.

¿No es lógico y natural que los administradores de la satrapía, como en una sátira política de Alicia en el país de las maravillas, griten desde ese más allá de sus espejos rotos que la pandilla que asesinó a puñaladas, con saña y alevosía, al problemático diputado y a su joven asistente “pertenece a la burguesía” o actuó por encargo de una siniestra encomienda del paramilitarismo colombiano y el ex presidente Álvaro Uribe, dándole sesgo político a lo que parece un siniestro crimen pasional? ¿No es propio de la mediocridad en que hemos caído negarse a aceptar la gravedad espiritual y moral del mal que nos aflige e insistir hasta la saciedad y el cansancio en las viejas y fracasadas formas de hacer política: elecciones, elecciones y más elecciones? ¿No es señal de decadencia y cobardía mantenerse en la superficie de la crisis y no ahondar en sus profundas razones antropológico estructurales?

Estamos entrampados en nuestra propia mediocridad. Víctimas de la impotencia que nosotros mismos prohijamos. Ninguno de los fascismos conocidos hizo mutis de buen grado. Debió salir de la escena política aventado por el despertar de pueblos conscientes e indignados ante sus propias miserias. O empujado al abismo incluso por las armas. El caso del fascismo tropical no será diferente. Así nos cueste comprenderlo.

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