El fin de la historia

La idea de enseñar ciencias sociales sigue siendo válida, pero, por razones prácticas, poner la historia como columna vertebral puede ser la salida al caos.

En 1970 Jaime Jaramillo Uribe y yo le presentamos al Ministerio de Educación un proyecto, que está en internet, para que la historia, la cívica y la geografía, que se enseñaban aisladas y de memoria, se unieran en curso más integrado, que las relacionara con las ciencias sociales y formara también en antropología, sociología, política, derechos humanos o economía.

La idea no fue acogida, pero en 1984, cuando las pedagogías modernas se impusieron, el Ministerio cambió los programas y reemplazó las viejas materias por un área de “ciencias sociales”. Aunque la ley de educación de 1994 ordenó que se estudiaran “ciencias sociales, historia, geografía, Constitución política y democracia”, esto no cambió nada. En el 2001, los “lineamientos para las ciencias sociales”, aunque reconocían que, por las dificultades para organizar unos contenidos claros, se estaba dejando de enseñar historia o geografía y que muchos colegios las habían reemplazado por economía o política, insistieron en mantener una enseñanza integrada y adoptaron un ambicioso modelo, centrado en lo que llamaban el “enfoque problémico”, con “ejes”, “ámbitos” y “competencias” y que daba énfasis a la “transdisciplinariedad” en vez de la “interdisciplinariedad” y “la multidisciplinariedad”.

Esta rimbombante solución de las dificultades de enseñar juntas las ciencias sociales no mejoró la situación, pues exigía maestros muy preparados, verdaderos teóricos en la epistemología de las ciencias sociales. Pese a las buenas intenciones y a los documentos, a veces bien argumentados, la historia desapareció en la gran mayoría de los colegios y se reemplazó no por unas ciencias sociales integradas, sino por un popurrí de discusiones acerca de temas sensibles, los llamados ejes “problémicos”: derechos humanos, discriminación, democracia, pobreza, desigualdad, violencia, etc. Los profesores, en teoría, en vez de preocuparse de que los estudiantes conozcan, a partir de diversas versiones y fuentes, los procesos que llevaron, por ejemplo, a la violencia o a la independencia, deben buscar formar competencias para que “los y las estudiantes” aprendan a “respetar los valores e identificarse con el grupo social al que pertenecen” y otros temas que no es fácil desarrollar con orden y seriedad en las clases.

Esto se extendió a la universidad. Estos días, hablando con estudiantes de ciencias sociales de una facultad de educación, descubrí con sorpresa que tampoco toman cursos de historia, ni de economía o sociología, sino “clases problémicas”, en las que discuten la violencia sin estudiar en detalle su origen o su desarrollo.

Esto lleva a una fragmentación de temas y a un caos que se reemplaza con retórica bienintencionada y se elude de hecho quitando más y más horas a la ciencias sociales, para cambiarlas por materias más estructuradas y ordenables.

Que la gente no conozca la historia del país es lamentable. Como en la vida personal, donde uno se orienta en el mundo porque sabe y aprende de la experiencia, en la vida social es imposible actuar con independencia, en una sociedad democrática, sin una imagen rica y compleja del pasado del país, de lo que han hecho sus dirigentes, sus campesinos o sus guerrillas. La reducción de la participación ciudadana a un voto clientelista o mediático tiene mucho que ver con la pobre educación en ciencias sociales. Ya los adolescentes no saben historia, pero tampoco conocen las culturas indígenas, ni el funcionamiento de los mercados, ni la sociología de los medios o la cultura. No tienen cómo desarrollar un espíritu crítico. La idea de enseñar ciencias sociales sigue siendo válida, pero, por razones prácticas, poner la historia como columna vertebral puede ser la salida del caos.

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