El fracaso como sistema

Ahora sabemos que los hombres no pueden hacerse buenos tiranizándolos como si fueran una recua de mulas.

Por mala fe, o simple miopía, o por la maldita pereza de darse cuenta de las cosas aunque nos hieran el orgullo, algunos insisten en culpar al bloqueo yanqui de la lánguida situación de la gente en el reino anacrónico de Fidel Castro, empantanado en un proyecto misionero sin esperanza hace medio siglo largo de retóricas y violencias.

Antes del experimento del cómico socialismo crístico-bolivariano-marxistoide, que creó Chávez (llamado comandante eterno para mayor disparate), espetando insensateces por los cinco continentes, la duda se justificaba. Tal vez el bloqueo era el causante de las dificultades de los pobres cubanos, divididos entre los hipnotizados por la propaganda y los resignados y los ansiosos por montarse en una tabla para emprender la fuga del paraíso hacia la horrible Miami del capitalismo rampante, arriesgando la vida en los jardines coralinos de los tiburones del mar más hermoso del mundo. Toda una aventura poética de alto riesgo.

A estas alturas de la vida la situación de Venezuela es la prueba reina de que el socialismo, entendido como una secuela de la monstruosa experiencia asiática de los bolcheviques de los campos de concentración y el trabajo esclavo y la reducción de la conciencia a terror puro y el poeticidio, no necesita de bloqueos para pelar el cobre.

Venezuela tiene tratos con toda la Tierra, goza de la odiosa libertad de comercio con los horribles yanquis para empezar, y con los más impresentables poderes de las teocracias terroristas del Oriente, y con China, y todos los días parece más la Cuba de los racionamientos y la restricción de la libertad de prensa y de la libre circulación. Con una triste desventaja: Castro es un orador pintoresco, admirable aun cuando dice mentiras o verdades parciales y proyecta sueños de solitario de quinquenio en quinquenio y suspira porque alguien le explique el misterio del tiempo. Maduro es un personaje aburrido y opaco, que más parece representar el papel de otro en otro tono. Y por eso tal vez, plagado de inseguridades y espantos paranoicos, en ocasiones confunde los panes y los penes.

Chávez tampoco era Fidel. Pero nadie niega que era divertido escucharlo. A veces tenía el encanto del Chavo con su cándido teorizar contra el capitalismo y el individualismo burgués y Cristóbal Colón, refritando la torta vieja del humanismo, ese prejuicio decimonónico en harapos desde mediados del siglo pasado.

Todos o casi todos en mi generación quisimos de corazón que Fidel se saliera con la suya, que inventara la felicidad socialista en el Caribe contra las plutocracias occidentales, con un talante lejos del dantesco Stalin. Y cuando perdimos la esperanza creímos que lo conseguiría el petróleo de Chávez. Pero los más nos hemos convencido por la fuerza de las cosas de que es imposible hacer una sociedad solidaria con disposiciones de policía, bajo el terror de una burocracia ávida de tragaldabas vestidos de Armani o Zegna, o qué sé yo, mientras sus conciudadanos hacen cola por un puñado de harina. Habíamos entendido el marxismo como una teoría creadora de riquezas adentro y afuera del animal humano.No como un método para repartir la miseria.

Ahora sabemos que los hombres no pueden hacerse buenos tiranizándolos como si fueran una recua de mulas. Y confiamos en la paciencia de la evolución más que en las revoluciones, que son los ataques de histeria de la Historia. Tal vez el bloqueo ha sido una torpeza y perpetúa la satrapía de Fidel. Tal vez cuando cese, el aparato se desmoronará como biscocho. Cuando los cubanos comiencen a usar las delicias del capitalismo, las licuadoras, las neveras, los teléfonos celulares, y la posibilidad de elegir el periódico que quieren leer y de graduarse de arquitectos donde se hagan casas, y la libertad de irse o quedarse. Todas esas minucias que quiere la gente en todas partes tanto cuando su vocación no es la filosofía de los estoicos.

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