El gran engaño

La pregunta no es: ¿quiere usted la paz?, sino esta otra: ¿aprueba usted lo que se está negociando para obtenerla?

Tan sencillo como eso. Sustituir una pregunta por la otra, es decir, omitir la segunda para formular solamente la primera, que es fácil de responder afirmativamente, constituye el gran engaño al que se está sometiendo a la opinión nacional.

Todo el mundo lo entiende, pero no muchos lo dicen, porque les cae la descalificación de quien se atreve a cuestionar esa esencial pregunta sobre la paz. Todo ser sociable quiere la paz, pero responderlo en elecciones no refrenda nada, no aprueba nada; a menos que se trate de esconderle algo al votante detrás de esa pregunta capciosa, de aquellas que desestima el derecho en pruebas de confesión y testimonio.

Esto recuerda la propaganda que se adelantó en años pasados sobre el agua, la leche, la carne, el pan y otros elementos de vida que no necesitaban ser publicitados. Hacer un debate electoral con costos millonarios para ver si el deseo de paz vence al deseo de guerra es llover sobre mojado, es algo inocuo, además de ser un desfalco a las arcas de la Nación.

Pero si detrás de todo esto se quiere hacer pasar como aprobado por unas cuantas personas (ni siquiera las que conforman un plebiscito) el gran contenido de propuestas y transformaciones que tocan con la sustancia constitucional del país, con las razones de su fundación, con su opción inveterada por ser un país de libertades públicas, al estilo y forma del occidente del mundo, es porque estamos ante un engaño de proporciones.

Y si muchos lo ven y no lo dicen (algunas personas sí que lo dicen), es porque la sociedad toda está siendo arrastrada desde los halagos del poder y sus inmensos recursos dinerarios y mediáticos. Se llega a decir que aquí juega la sola voluntad de un hombre persiguiendo un sueño histórico de grandeza, pero sea lo que fuere, es sin más la caída de la República en el abismo socialista, que a poco puede derivar en injustos y despóticos gobiernos, con sus restricciones de todo tipo a las libertades individuales y de opinión y con su desoladora escasez.

Cabe decir que hay también una paz por rendición, por entrega al adversario, en el momento en que cesa toda refriega. Pero no es paz honorable y en alguna forma es una paz vergonzante. Tal, la de gobiernos postrados por la cobardía, como la que demostró el presidente de Colombia en el foro económico de Medellín, cuando aseveró conocer de primera mano que, de no ser aprobados los acuerdos de La Habana, le esperan al país amargas horas de violencia urbana, por parte de los contertulios de la mesa, en generosa expresión de su espíritu de convivencia y fraternidad. Al final del chantaje, los cobardes y los amenazantes es posible que reciban, como también se ha rumoreado, el premio de Alfred Nobel, el señor aquél de la dinamita.

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