El gran fraude

Estamos ante una arremetida feroz, planeada, fría, calculada, sin hígados, de torcerle el pescuezo a la mayoría e imponer el candidato de una minoría, sin escatimar trampas ni atropellos, empujando sin pausa al país por el despeñadero del castro-chavismo.

Hace tres años escribí un libro que resumía una investigación sobre asesinato de sindicalistas en Colombia, y para describir en el título la esencia del engaño que Colombia ha sufrido en ese tema lo bauticé “El gran fraude”. No sospeché entonces que en otra esfera, como lo es la política electoral, pese a que en ella tantos vicios y corruptelas campean de antaño, iba a ocurrir este 9 de marzo un episodio que solo puede merecer ese mismo calificativo por la desmesura del atropello.

Son dos los componentes del asalto a la voluntad popular. El primero, la sarta de jugadas y atropellos del período previo al domingo. La lista es conocida e interminable: mermelada a tutiplén para aceitar las máquinas de compra de sufragios de los caciques regionales (el famoso “carrusel de la reelección”, que no ha merecido en los medios ni en las instancias judiciales la menor atención); desconocimiento de los derechos del uribismo por las autoridades electorales (a un logo que lo identifique, por ejemplo, o a tener listas de Cámara en varios departamentos, que le fue impedido); mutismo en los medios sobre la campaña opositora, y utilización masiva de propaganda engañosa para confundir al elector; silencio oficial ante la violencia dosificada ejercida contra el uribismo en numerosos lugares de provincia, sobre todo aquellos con presencia narcoterrorista.

Ese conjunto de acciones constituyó la columna vertebral de la estrategia destinada a bloquear y aplastar al Centro Democrático, tanto en sus listas al Congreso como en su candidatura presidencial. El propósito era que llegara a las urnas el 9 de marzo lo más desdibujado y debilitado posible, y que por tanto, no pudiera esgrimir un resultado robusto como su case firme para desafiar con probabilidades de éxito la candidatura a la reelección de Juan Manuel Santos.

Porque a decir verdad, lo que se juega en últimas es la jefatura del Estado, la presidencia. Ese es el trofeo ambicionado, el que define la lid. Porque de allí depende el manejo del presupuesto, de la seguridad, de la burocracia, de todo. El mismo legislativo tiende a caer en las redes que maneja el ejecutivo. De tal manera que los resultados del 9 de marzo interesaban no en sí mismos, sino sobre todo como soporte o no de la candidatura reeleccionista.

Pero el 9 de marzo, pese a todas las maromas y trapisondas de los días y meses anteriores, aún con los golpes bajos sufridos y los cercenamientos ocasionados, la corriente uribista emergió incontenible, colocándose a la cabeza de los guarismos y la representación, como todo el país lo observó hasta llegar al 80 por ciento de la información brindada por la Registraduría en sus boletines, momento a partir del cual se produjo el famoso “chocorazo”.

Ese fue el segundo componente del atraco. Si pese a todos los desafueros y artimañas previas, el Centro Democrático con Álvaro Uribe a la cabeza lograba aparecer como la primera fuerza electoral del país el domingo, había que impedirlo a toda costa, mostrando lo contrario: que era el partido de Santos el ganador indiscutible, y que el uribismo, utilizando la burda ironía del candidato-presidente, solo había ocupado a lo sumo un “decoroso” segundo lugar.

El Registrador lo ha reconocido sin quererlo. Como se trataba apenas de un “pre-conteo”, sin validez jurídica, no se puede hablar de fraude, ha dicho. A su juicio, es normal y posible que a un partido le falte información en 8 mil mesas. Lo que no es normal, pensamos nosotros, es que sea precisamente al partido de mayor arraigo y apoyo popular del país, y que sea precisamente a partir de cierto momento del “pre-conteo”. Ni siquiera el argumento de que se trataba de información de la Costa Caribe le sirve al Registrador, porque las revelaciones del Centro Democrático demuestran que el número de mesas reportadas con cero votos están distribuidas por todo el país. Tal vez lo único que logrará el Registrador con su argumentación será buscar que el delito por el cual se le investigue y procese sea menor, no referido al fraude como tal sino a la alteración de la información del “pre-conteo”. Si acaso.

De todos modos, y así el escrutinio logre repararlo en algún grado, ya el daño político está hecho. La intervención del presidente Santos en la sede de la campaña el mismo domingo en la noche, lo mismo que los titulares de la “gran prensa” el lunes estamparon su balance de la jornada: el partido de Santos fue el ganador, el de Uribe el perdedor. Para el país y el mundo ese fue el veredicto de las urnas.

La paradoja fue evidente. Dado que Santos no despierta fervor popular ni goza del aprecio de las gentes, y dado que la reelección cuenta con el rechazo de dos tercios de la ciudadanía, en las semanas previas la propaganda del partido de la U omitió cualquier alusión al gobierno y a Santos y se encaminó a convencer a los electores de que dicho partido era el de Uribe. Ese fue su gran ardid. Coronada la bribonada, el lunes 10 de marzo como por ensalmo la U dejó de ser el partido de Uribe para convertirse de repente en el partido de Santos. Para recoger los votos valía el engaño de decir que era el de Uribe y no de Santos; para reclamar el triunfo, en cambio, ya no era de Uribe sino de Santos.

Todo lo relatado es de una gravedad indiscutible. No estamos ante episodios de la picaresca política local, que de mayor o menor calado se presentan en los comicios año tras año. No. Estamos ante una arremetida feroz, planeada, fría, calculada, sin hígados, de torcerle el pescuezo a la mayoría e imponer el candidato de una minoría, sin escatimar trampas ni atropellos, empujando sin pausa al país por el despeñadero del castro-chavismo.

Y mucho menos se trata, ante la derrota, de inventar o magnificar acontecimientos que la justifiquen. Hubo denuncia sistemática de las anomalías anteriores al certamen electoral, pero las autoridades y los medios hicieron caso omiso.

Lo que viene para las elecciones presidenciales es peor, no quepa duda. El dinero de las chequeras gubernamentales seguirá corriendo a rodo; el papel de los medios de comunicación pagados por esa misma chequera obrará a favor del engaño y la mentira; desde La Habana el narcoterrorismo seguirá aupando la candidatura oficialista y ordenando a sus cuadrillas que hostiguen al uribismo; las autoridades electorales harán a un lado las denuncias de fraude y correrán incluso a anular la candidatura conservadora para tratar de endosarle sus bases a la de Santos; se inflarán nombres que busquen desdibujar el de Óscar Iván Zuluaga; arreciarán los ataques judiciales y mediáticos contra Uribe y otros líderes del CD; proseguirá la campaña de debilitamiento de las fuerzas militares, último bastión contra el terrorismo… En fin.

¿Qué hacer entonces? No es fácil la decisión. Con un Congreso absolutamente deslegitimado, como ha señalado Uribe, lo que cabría, según lo insinuó en alguna intervención radial, sería repetir las elecciones parlamentarias. Pero con el sistema electoral vigente y las autoridades que lo rigen, así como en medio de la corruptela que encabeza el ejecutivo, sería buscar una frustración más.

Solo cabe pensar que es preciso proseguir la batalla con las actuales reglas de juego -que en la primera oportunidad debieran en todo caso ser radicalmente reformadas-, haciendo un esfuerzo supremo por sacar a relucir las fortalezas del candidato del CD y las debilidades insuperables del candidato-presidente. En franca lid, ante sus compatriotas, Óscar Iván Zuluaga podrá demostrar que es el mejor y arrastrar el respaldo suficiente para que el 25 de mayo no pueda repetirse el raponazo. Habrá que estar vigilantes hasta el extremo para impedirlo. Las trampas grotescas y viles pueden terminar también levantando a la opinión pública contra el engaño. Así se podrá generar una fuerza incontenible que ninguna marrulla pueda enterrar.

Muy difícil, pero no imposible. En esas hercúleas tareas se tallan los vencedores.

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