El hambre y la vanidad

En La Guajira, donde compañías mineras y agrícolas se robaron un río, lo privatizaron y el mundo siguió igual (o peor), se han muerto más de catorce mil indígenas Wayuu, en particular niños y ancianos, por física hambre y sed.

Al mismo tiempo, el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, el colombiano Luis Alberto Moreno, dice, en declaraciones para titulares de prensa, que “A Colombia le va mucho mejor de lo que la gente cree”.

El drama de los Wayuu, que sufren un exterminio colectivo, se acentúa hoy con la muerte de más infantes. La etnia denunció la situación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por la violación de sus derechos vitales fundamentales, entre ellos el robo del río Ranchería, como lo muestra en un documental el periodista Gonzalo Guillén.

Colombia, donde la vanidad de los gobernantes y todopoderosos produce declaraciones efectistas para que los periodistas les hagan eco, es un país de hondas diferencia sociales y de una inequidad tal que hay niños a los que les toca comer papel o, a falta de ese elemento, morirse de hambre, como sucede en las ardientes arenas de la Guajira. Para el caballero del BID, de lo que se trata ahora para que el país apure en su “progreso” es que el “esfuerzo tributario de los colombianos debe ser más alto” (El Tiempo, 14-02-2016).

Y como aquí es normal que mientras más “progresa el progreso”, menos progresa la mayoría, las frases para titulares han abundado. Por ejemplo, bastaría recordar aquella de “la economía va bien, pero el país va mal”, que, en rigor, se originó durante el cuatrienio de Turbay Ayala, cuando el presidente de Fedemetal dijo que “el país va mal, pero el gobierno va bien”, que bien puede aplicarse ahora al presidente Santos (alias Juampa), rey de la “mermelada” y de la entrega de lo público a compañías extranjeras.

Pasó, recordemos, con César Gaviria, el presidente del apagón, con su manida consigna “Bienvenidos al futuro”, y el futuro era entregar el mercado interno colombiano a las transnacionales y quebrar la industria del país. Se puede decir que en las témporas neoliberales, la fraseología de los dómines del poder y sus lacayos ha tenido el propósito de ocultar la realidad, y de aumentar la presencia de sus decires demagógicos en los medios de comunicación.

Vamos a suponer que por alguna razón (o sinrazón), el proceso de paz fracase, porque, como algunos agazapados enemigos de las conversaciones, dicen que se están haciendo “muchas concesiones”, lo que sí habría que aplicarse, para que por lo menos no sigan muriendo de hambre niños y viejos, es una reforma agraria, devolver las tierras a los propietarios que fueron expoliados por distintos actores armados; crear fuentes de empleo, ampliar el acceso popular a la educación, la salud y la cultura, en fin.

La tareas postergadas del progreso para todos (que es el único progreso real) tienen que darse, o conquistarse por el pueblo, independientemente de lo que suceda en La Habana. Y volviendo al asunto de la vanidad, como lo decía el pensador antioqueño Fernando González, que es aquel acto “ejecutado para ser considerado socialmente”, este defecto, que el vanidoso ve como virtud, ha sido el motor de todos los últimos presidentes que se han metido a buscar la paz o a estar contra ella. Más por frivolidad y por acrecentar su ego, o por buscar el Nobel de la Paz (como lo señaló Antonio Caballero en una entrevista en El Espectador), tan desprestigiado por Kissinger y otros por el estilo a los que se les ha otorgado.

Así que no deja de ser una mentira, o, por lo menos, una agresión a los que padecen el sistema actual de injusticias, inequidad e iniquidades, declarar que al país “le va mucho mejor de lo que la gente cree”. A no ser que “ir mejor” tenga que ver con el exterminio de una etnia, con la venta de Isagén, con la crisis de la salud, con el crecimiento hasta el infinito de la corruptela oficial, con los niños muertos por inanición.

No le puede “ir mejor” a una nación que no ha derrotado el hambre ni resuelto las necesidades primarias de miles de ciudadanos. Así que a los niños Wayuu les va peor que al del poeta Miguel Hernández, porque ni “sangre de cebolla” tienen para amamantarse. Ni se pueden tragar la luna, porque, como suele suceder, también la privatizaron.

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