El maduricidio

Un fantasma recorre Miraflores: el fantasma del maduricidio. La idea la encontraron algunos de los asesores de imagen de la presidencia de la República en un manual del gobernante desgraciado, cuya primera premisa reza: si nadie te considera, haz que hablen de ti. Poco importa lo que se diga, cómo se diga y quién lo diga. Lo importante es no desaparecer de la escena y mucho menos de la pequeña pantalla, que hoy por hoy gobernante que no se asoma por lo menos una hora al día por los televisores es, literalmente hablando, un mojón de perro.

Fue lo que uno de los oscuros hombres sin atributos del entorno descubrió con pavor: ningún columnista ha escrito hasta ahora una sola línea dedicada al señor que hace las veces de primer mandatario. Ni los más sesudos y sarcásticos, ni los más preclaros y objetivos, ni los más divertidos. El señor Maduro, como si no existiera. Y quien lo menciona lo hace de rebote, en un artículo dedicado al colonialismo cubano, a la satrapía del Caribe, al G2 y los agentes de los Castro en Venezuela.

Y lo peor no es eso: quienes se han aventurado por el amorfo, gris, anodino y banal pasadizo del bajo mundo del que según algunos proviene, afirman que no existe un venezolano de esas características: que lo que existe del mismo nombre y con similar aspecto es un cucuteño que hizo medio bachillerato en uno de los cuarteles de formación de espías, infiltrados y guerrilleros sito en la Isla de Pinos o en territorio cercano a La Habana.

Fue entonces que descubrieron otros mandamientos del manual del gobernante infeliz: nada ayuda más a pasar a la historia que ser asesinado mientras el mundo cree que el asesinado ejercía el máximo poder de un gobierno o un sitial destacado dentro de su sociedad. Si a Sócrates no lo envenenan, nadie se acordaría de él. De Julio César la única frase conocida en concursos millonarios es “anche tu, Bruto”. Jesús de Nazaret pasó a la eternidad asesinado por los romanos. Y su frase inolvidable es “Dios, Dios mío, por qué me has abandonado…”

Lincoln cayó por inocente mientras asistía a una velada artística. Su asesinato conmovió a la humanidad a pesar de que no existían Hollywood y la industria mediática. Kennedy no dijo ni esta boca es mía: la bala le perforó el cerebro. Lo mismo su hermano Robert y Martin Luther King. No hablemos de los suicidios, escogidos como única vía de escape para un callejón sin salida: Hitler se descerrajó los sesos y ordenó que incineraran sus restos. Jamás creyó que terminaría como uno cualquiera de los seis millones de judíos que convirtió en cenizas. El Ché pidió que no lo mataran, que era el mismísimo Ché Guevara. Pobre: no sabía que por eso lo siquitrillaban. Por Ché.

Cuatro meses después de su muerte, el presidente que denunciara la mayor cantidad de proyectos, intentos y pretensiones de magnicidio – esta vez contra su figura, que él ya lo había intentado de verdad verdad aunque sin éxito contra Carlos Andrés Pérez, a pesar de echarle encima desde tropas de asalto y de tanques a punto 50 – ha pasado al olvido como un pobre señor que murió de cáncer. A no ser que haberlo condenado a morirse en un miserable hospital cubano sea considerado por los mal pensantes una suerte de magnicidio. Pero en ese caso, ¿se atreverá el asesor de imagen de la presidencia a acusar a los hermanos Castro por haber asesinado al hombre que les aseguró la papa?

Ergo: a sacar al sr. Maduro del anonimato convirtiéndolo en blanco potencial de algún magnicida. Por cierto: desubicado, lelo y muy bruto, que magnicidio significa matar a un grande. No de estatura, sino de intelecto, personalidad o favor popular. ¿Maduro el Magno? ¡Yo te aviso, Chirulí!

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