El millón de hectáreas

Si en los últimos 25 años se expandió la zona cultivada en 600.000 hectáreas, la meta de 1 millón en 3 años, planteada por el ministro Iragorri para el programa Colombia Siembra, puede parecer aventurada; pero yo coincido en que no solo es posible con la impronta gerencial del ministro, sino necesaria como una señal de que, con Farc o sin ellas, la recuperación del campo es un propósito gubernamental, no solo para garantizar la soberanía alimentaria y sustituir importaciones costosas, sino para aclimatar en el campo el progreso, que es el verdadero nombre de la paz.

¿Por qué podría ser posible? Porque los cinco puntales del Programa atacan disfunciones estructurales de la producción agropecuaria.

Primero: sembrar lo que toca donde toca, le devuelve a la política pública su función orientadora para dirimir el conflicto entre vocación y uso, es decir, para no seguir sembrando de todo en todas partes.

No obstante, no se trata solo de sembrar donde toca, sino de hacerlo competitivamente, porque son la competitividad y el mercado, los factores que definen la utilización de la tierra. La ganadería, tan vilipendiada por utilizar una excesiva extensión, en muchos casos está donde no hay vías, ni servicios, y la tierra tiene condiciones agrológicas precarias para otra actividad, es decir, donde, por ahora, no puede haber sino ganadería, como en gran parte de la codiciada altillanura y las regiones alejadas de las grandes ciudades. Y donde no es así, como en la Costa Caribe y Tolima, la ganadería llegó como tabla de salvación para algodoneros quebrados, cuando resultó más barato importar que comprar al productor local. Lo propio sucedió con la cebada y el trigo en grandes extensiones de altiplano, como el Cundiboyacense, que se volvió lechero, papero y floricultor.

Segundo: la asistencia técnica es otra gran carencia, con experimentos como el de las politizadas Umatas, u otros también fallidos, como el de Juan Camilo Restrepo, con una inversión de 270 mil millones sin resultados conocidos. Por ello, la utilización de los gremios es un gran acierto, priorizando a pequeños productores, para quienes Fedegán desarrolló el exitoso modelo Asistegán.

Tercero: la administración del riesgo agropecuario es factor de inequidad frente a otros sectores económicos, pero no se debe limitar al cubrimiento de la industria aseguradora, sino a la prevención del riesgo, que hoy tiene su mayor expresión en políticas certeras de adaptación al cambio climático.

Cuarto: mejorar el acceso al crédito es otra deuda, sobre todo con los medianos y pequeños productores rurales. Por ello, no se trata solamente de aumentar los recursos para acercarse a las necesidades reales del sector, sino de revisar costos y condiciones que hoy lo hacen excluyente para muchos.

Quinto: y fundamental, la inversión en capital humano a través de escuelas de emprendimiento rural, otro frente en el que Fedegán desarrolló, junto con el SENA, modelos eficientes como las Escuelas de mayordomía, hoy infortunadamente en el olvido por falta de continuidad en el apoyo del SENA.

Se anuncia la inversión de 1,6 billones en bienes públicos para lograr ese cometido, importantes pero insuficientes. Pero, bueno, comienzo tienen las cosas, siempre y cuando realmente comiencen. Dentro de esa dotación de infraestructura, el agua y la red vial serán tan definitivos, como la alianza entre los sectores público y privado. Sin el compromiso de los gremios para irrigar capacitación y asistencia técnica; sin la adecuación y ampliación de la red terciaria; y sin la garantía del agua para la producción, Colombia no podría sembrar ese millón de hectáreas. Pero repito: no es aventurado; es posible. ¡Hagámoslo posible!

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