El muro de la infamia

Ya hay toda una generación de alemanes que no recuerda cuando Berlín era una ciudad dividida y la parte occidental estaba rodeada por un muro de hormigón armado. Los comunistas lo habían levantado para evitar las fugas hacia ese enclave de libertad y prosperidad que se encontraba en medio de la grisura y la represiva sordidez de la llamada República Democrática Alemana, felizmente desaparecida.

Como un acto simbólico, el colapso del mundo comunista —que en poco más de dos años habría de deshacer la Unión Soviética y barrer sus regímenes clientes del Pacto de Varsovia— empezó por el derribo del muro de Berlín. Primero fue la fraternización de los berlineses de ambos lados y después las mandarrias y los buldóceres que echaron abajo ese monumento a la opresión: concreción en piedra de uno de los sistemas políticos más abominables de la historia.

Yo conservo dos fragmentos del muro, los cuales, durante un tiempo, usé como pisapapeles en mi escritorio. Uno de ellos, regalo de mi amigo Wolfgang Porschen, tiene algo de las pintadas con que lo fueron adornando del lado de la libertad. Ese en particular tiene el mérito añadido de ser uno de los trozos que una tía de mi amigo desprendió a golpes de martillo. Son emblemas del momento en que terminó el siglo XX, aunque todavía faltara más de una década para su conclusión cronológica (un siglo que también empezó a destiempo, con el estallido de la primera guerra mundial).

Como el capitalismo acaba por convertirlo todo en mercancía, poco después las tiendas elegantes del mundo vendían pedazos del muro de Berlín acompañados de certificados de autenticidad. A Orlando Jiménez Leal le dio por usarlos como regalos de cumpleaños y Navidad para sus amigos izquierdistas, de los que solía burlarse con una escueta nota que adjuntaba al regalo: “éste es el material con que Stalin construyó el socialismo”.

Él sabía, desde luego, que Stalin llevaba varios años de muerto cuando levantaron el muro de Berlín, pero, en su esencia, ese muro era un monumento al estalinismo, a la más depurada expresión de horror y absurdo a que llegara el totalitarismo comunista en su ambición de convertir a los seres humanos en dóciles instrumentos de un enloquecido proyecto de ingeniería social.

La libertad, empero, terminó por prevalecer y los países de Europa Oriental se zafaron del dogal que les habían impuesto los ejecutores de un delirio bárbaro y sangriento. El comunismo se hizo trizas rápidamente como un experimento inhumano. No pasó por un período de decadencia, sino que se desmoronó de súbito igual que se nos deshace una pesadilla al despertar. El mundo real, del pluripartidismo y del mercado, volvía por sus fueros en los mismos territorios donde habían proclamado con soberbia su defunción. El triunfo y la inmortalidad probaban ser atributos de la democracia capitalista.

Los que entonces eran muy niños y, sobre todo, los nacidos después, no saben de esto más allá de lo que dicen los libros de historia o lo que les cuentan sus mayores y hasta resulta natural que no les asombre tanto como a nosotros, que fuimos testigos de la existencia, e incluso de la pujanza, de ese “orden” tenebroso que aspiraba a la dominación mundial y terminó en el basurero de la historia hecho añicos por los hombres y mujeres de carne y hueso que querían ser personas en libertad.

Triste es constatar, no obstante, la supervivencia de algunos bolsones de esa ideología criminal y decrépita, de la que Cuba y Corea del Norte son hoy por hoy los únicos exponentes clásicos (ya que China y Vietnam han derivado hacia el fascismo). Por su parte, el llamado “socialismo del siglo XXI” —que se ha impuesto, por la vía electoral, en algunos países latinoamericanos— no pasa de ser una burda parodia de los estados comunistas, donde la colectivización y el monopartidismo se llevaron hasta sus últimas consecuencias.

El “muro de la infamia” fue derribado hace un cuarto de siglo y, los que tenemos edad para acordarnos con regocijo, no podemos dejar de celebrarlo. No fue el fin de la historia, pero sí el triunfo, en Occidente, del sentido común sobre la minuciosa aplicación de una receta monstruosa.

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