El país del sálvese quien pueda. En torno al asesinato de Mónica Spears y Henry Berry

El asesinato a mansalva de la actriz y Miss Venezuela Mónica Spear y su esposo Henry Berry, quienes junto a su hija hacían turismo en su propio país, es un motivo de duelo profundo para sus familias y para todos los venezolanos que, dentro y fuera del territorio nacional, no han perdido la sensibilidad ante la indefensión y los horrores que padecen quienes hoy viven en Venezuela. Estas muertes, gratuitas y desgarradoras, ponen el acento en el fracaso de las políticas de seguridad del gobierno chavista y de su cruzada—cacareada a todo dar por los medios gubernamentales—para relanzar el turismo nacional. Pero son también un síntoma alarmante del fracaso de Venezuela como proyecto nacional.

A finales de 2013, el ministro del Interior y Justicia, Miguel Rodríguez Torres, sostuvo que el índice de homicidios se había reducido en 17.3% con 39 asesinatos por cada 100 mil habitantes, en contraposición con el índice los 79 por 100 mil ofrecido por el Observatorio Venezolano de la Violencia. Las cifras del ministro, contrastadas con una instancia independiente cuyos números, sin embargo, tampoco son los más confiables, suenan fantasiosas, sobre todo porque él tampoco reveló el número de homicidios.

¿A quién creerle? ¿Al OVV o al ministro? O más bien, ¿cuán relevante puede resultar este dato, cuando lo innegable es el estado de indefensión en que se encuentran los venezolanos y lo incompetente que ha sido el gobierno durante los últimos tres lustros para ejercer el monopolio de la fuerza, contener la epidemia de violencia social y garantizar el derecho a la vida?

El primer enemigo de este problema es el cinismo oficial a la hora de abordarlo. No hay que ser un memorioso para recordar las patéticas carcajadas de burla de Andrés Izarra, a la sazón ministro de Comunicación e Información, durante un debate televisivo en CNN con Roberto Briceño León. En aquella ocasión Izarra dijo que se moría de la risa con las cifras ofrecidas por Briceño León. Ayer, en televisión, el hoy ministro de Turismo, seguía restándole importancia a la epidemia criminal diciendo que la violencia venezolana era más fácil de resolver que la colombiana. No es extraño que esta misma mañana, después del bofetón de realidad que significa el vil asesinato de esta joven pareja, varios voceros oficiales hayan salido a vociferar vacías condenas a la violencia y prometer castigar “con todo el peso de la ley”—¿cuál ley?, cabe preguntarse—y “mano dura” a los culpables. Este onanismo mediático, sino fatal del fracaso de cualquier aspiración revolucionaria, se expande como un cáncer de arriba abajo del sistema policial y de justicia.

Hace seis años le hice una larga entrevista a Soraya El-Achkhar, en aquel entonces secretaria de la Comisión Presidencial para la Reforma Policial (Conarepol), luego promotora de la Policía Nacional Bolivariana y hoy rectora de la Universidad de Estudios Policiales. El-Achkhar confesaba con consternación la ausencia de voluntad política dentro del gobierno de Chávez para resolver los enormes déficits en materia policial. En un tono íntimo, casi confesional, pero siempre hablando on the record, me dijo que en materia de seguridad los venezolanos “estábamos en las manos de Dios”. Si esto era así hace cinco años, en el presente, cuando solo Honduras y Jamaica, dos de los países más pobres del continente, nos disputan el primer lugar en homicidios en la región, estamos claramente varios pasos más allá de la muerte de Dios. De hecho, Venezuela es hoy un país del sálvese quien pueda.

Al menos así lo han constatado los investigadores más serios de la violencia, como la socióloga Verónica Zubillaga, quien en un interesante artículo de hace un año en la revista Nueva Sociedad, abordaba una de las paradojas más inquietantes de nuestra violencia urbana: a pesar de la disminución de la desigualdad, el mejoramiento de los índices de pobreza y la inclusión social en el gobierno chavista, la tasa de homicidios seguía creciendo de modo imparable. Al referirse a Caracas específicamente, Zubillaga era lapidaria: la ciudad había pasado de la “ciudadanía del miedo”, tal como la designara Susana Rotker en 2000, a la “anti-ciudadanía del duelo”. Y concluía que sin una institucionalidad fuerte, políticas policiales efectivas y amplios acuerdos básicos, que abarcan lo social y lo político, la violencia seguiría su curso.

Pero ninguna de estas apreciaciones técnicas, por sensibles que sean, dan cuenta del miedo, dolor y el desgarro en que viven cientos de miles de familias venezolanas, como las familias de Mónica Spears y Henry Berry.

Conozco desde hace muchos años a Thomas y Carol Berry, padres de Henry. Su caso es profundamente desolador. Ambos abandonaron su Inglaterra natal hace más de cuarenta años, cuando Venezuela era un país que lo prometía todo a propios y foráneos. Tom, que es un matemático brillante, pasó literalmente toda su vida enseñando a jóvenes venezolanos en la Universidad Simón Bolívar. Carol fue maestra de escuela y, al retirarse de la docencia y siguiendo un fuerte deseo por mejorar la situación del país, se dedicó a la organización vecinal. Ambos son, por hecho y por derecho, tan venezolanos como cualquiera nacido en Apure o en Catia. Tanto así que, a pesar del deterioro inenarrable que en las últimas tres décadas ha sufrido la calidad de vida de muchos venezolanos de clase media como ellos, decidieron permanecer en el país donde habían echado raíces y criado a sus hijos. Ese amor lo transmitieron a sus hijos. No en balde, durante muchos años Henry Berry, un joven muy apuesto, sensible y carismático, se dedicó a promover el turismo de aventuras en Venezuela, cuyo territorio conoció en sus esquinas más remotas. Fue ese amor por el país que se lleva adentro, sin importar donde uno esté, lo que lo hizo a volver desde Miami para, junto a su joven esposa y su hija de cinco años, aventurarse una vez más en esta Venezuela sórdida e indómita, que le pagó a él quitándole la vida y, a sus padres, arrebatándoles lo que más amaban.

No conocí a Mónica Spear, pero todas las noticias que supe de ella la pintaban no como una diva de telenovela promedio, sino como una mujer sencilla y jovial, dotada con una potente belleza telúrica y con los pies en la tierra. Y eso es precisamente lo poco que se puede ver en sus videos recientes divulgados en las redes sociales, que expresan el apego hacia el terruño y el orgullo del paisaje venezolano.

Pese a que sus protagonistas tienen un rango excepcional de personajes casi arquetípicos como formas del “sueño venezolano”, el problema de estas muertes es su carácter no excepcional. Fueron Mónica Spears, una Miss Venezuela, es decir, alguien que, en teoría, debe encarnar lo mejor de nuestra idiosincrasia y lo más bello del país, y Henry Berry, quien encarnaba la legendaria hospitalidad que alguna vez hizo a Venezuela una tierra de gracia. Pero su historia es una historia tristemente común: la de una familia—cualquier familia—que toma unas vacaciones en el país que ama porque lo lleva adentro y es vilmente asesinada a sangre fría. Ésta es la historia de las casi 25 mil familias que perdieron algún ser amado en 2013, de las más de 150 mil familias que han perdido a los suyos en los últimos tres lustros. Hoy su hija queda huérfana de padres y sus padres quedan huérfanos de hijos. Y ésa es una desgarradura con la que ningún país puede aspirar seriamente a construir a un futuro mejor.

Por eso, Mónica y Henry son el emblema de todo lo que anda mal y debe cambiar en Venezuela. Sus muertes representan el fracaso de Venezuela como sociedad. ¿Pero cuántas de ellos hacen falta para producir ese cambio? Que el luto se transforme en indignación, la indignación en organización, la organización en acción, la acción en rebeldía, la rebeldía en fuerza y esa fuerza en cambio.

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