El peso insalvable de las víctimas

Las palabras del presidente de la Corte Suprema de Justicia, José Leonidas Bustos, en las que aseguró que el derecho no puede ser un obstáculo para la paz, sobre todo al asociar “la paz” con la firma del fin del conflicto armado con las Farc, en Cuba, incomodaron incluso a la más desprevenida audiencia de las conversaciones con la guerrilla.

Convertir “la paz” en prurito para superar la tragedia humana y humanitaria que sufrimos hace más de medio siglo por cuenta de las tropelías de actores armados que se atribuyen razones y palabras solemnes (honor, patria, igualdad), como lo advertía el filósofo Estanislao Zuleta, para pulverizar pueblos, descuartizar seres humanos, aniquilar libertades y lanzar imberbes al combate, es seguir entregados “a la borrachera colectiva” que nos hace alucinar con un país idílico.

La negociación de La Habana es apenas un paso, necesario, pero que no puede convertirse en una desesperada imposición sobre la necesidad de justicia de las víctimas, en este caso las de una guerrilla que ha llevado a los límites más implacables sus métodos para justificar unos fines que se diluyeron y desdibujaron –que se deslegitimaron- vertiginosamente durante los últimos 20 años.

Tener la madurez necesaria para la paz implicará que las Farc desarrollen la suficiente e inaplazable conciencia de las atrocidades cometidas por sus hombres durante 50 años, y que estén dispuestas no solo a pedir perdón y a reparar a las víctimas sino a aceptar que deben dejarse administrar un antídoto contra la impunidad: el de la justicia y la penalización de sus actos más brutales. Ese debería ser el principio de un camino de perdón mutuo entre ellas y la sociedad colombiana.

Hace dos años, cuando comenzaban los diálogos en Cuba, publiqué la historia de Elcías David, un joven campesino que milicianos de las Farc descuartizaron vivo, amarrado a un árbol, día tras día, “hasta que quedó el mero tronco”. Uno de sus vecinos, Don G.V.G., me entregó esta nota:

“El nombre ‘terroristas’ es pequeño con las atrocidades que esta gente ha hecho llenando a Colombia de viudas y huérfanos. La tierra la han bañado de sangre, desplazamientos, extorsiones. Yo viví en carne propia todo esto al ver asesinar a mi hijo de 21 años, perder el trabajo de toda una vida y ver la muerte de muchas personas asesinadas y dejadas a comer de las aves de rapiña. Una familia asesinada y dejada comer por los cerdos. A una señora le dieron un tiro en la boca, a dos hermanos, a un joven llamado Naudín, a otros dos jóvenes (Diog y Helzor), a un joven que se les escapó y lo alcanzaron y lo cortaron en pedazos. Un señor Israel Antonio Bedoya, degollado. En este lugar hay dos cementerios clandestinos donde las personas enterraban a sus muertos, sin decir nada por temor. Y a un joven llamado Elcías lo cortaron en pedazos.

Del proceso de paz, yo digo que las Farc son lobos vestidos de ovejas. La paz no se negocia, la paz es de un corazón renovado y solo Dios lo puede oír”.

Así como no podemos embriagarnos más con la guerra, con esa “fiesta contra el perverso enemigo”, ahora no podemos, respetado magistrado Bustos, obnubilarnos con la idea que negociar en Cuba la desaparición armada de las Farc, pasando por encima del derecho a la justicia de las víctimas, será garantizarnos la paz. Eso apenas sería otra resignación histórica a que pervivan los odios de esta sociedad dividida y descompuesta.

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