El placer de Puigdemont

Hay un momento en la psicología de los líderes político en el que la realidad se desvanece.

Todos necesitamos placer, y los políticos más. Hay un momento en la psicología de los líderes políticos en que la realidad se desvanece. Es el momento en que la exaltación de una patria coincide con la exaltación personal, privada. La democracia equilibrada y avanzada produce líderes políticos que huyen de esa fusión. Pero esa fusión ha vuelto.

Lo hemos visto con Donald Trump, aunque Trump está cambiando muchísimo, o con Nicolás Maduro, o con Putin, y sobre todo con Kim Jong-un. El mesianismo populista de Trump ha sido frenado por las leyes inapelables del capitalismo. Pero ni Maduro ni Putin ni Kim Jong-un tienen enfrente al liberalismo económico. Algo parecido está pasando ahora en España, con Puigdemont y Junqueras. No son líderes grises, ni liberales, son líderes catárticos, tribales.

Imagino que Puigdemont tiene que estar viviendo una borrachera de exaltación de sí mismo. Ese es el punto más llamativo: el placer personal, una especie de onanismo que se nota en las caras y en la iconografía de los secesionistas. Su forma de andar, la seriedad en los rostros, la gravedad en el gesto, la seguridad en la mirada de contornos épicos. Junqueras también parece gozar, de ahí que exija su cuota televisiva y mediática, aunque en sus comparecencias ante los medios se limite a la presencia inmutable de su cuerpo. La exhibición pública es el momento de mayor placer. Puigdemont y Junqueras se han hecho adictos a una droga superior: la unión mística de sus personas con un ideal político, que ya no importa y que en realidad nadie sabe cuál es. Ninguno de los dos sabe hacia dónde va Cataluña. Tienen detrás a miles de entusiastas, a miles de conciencias entregadas, a miles de psicologías convencidas.

Puigdemont y Junqueras se han hecho adictos a una droga superior: la unión mística de sus personas con un ideal político, que ya no importa y que en realidad nadie sabe cuál es

En ese punto, cualquier principio de realismo político carece de interés y se revela vulgar. Puigdemont, además, ha manifestado que solo puede ser juzgado por el pueblo de Cataluña. Esto, en el mundo civilizado, haría temblar a cualquiera. Nadie imagina a un presidente de Gobierno de Francia, o de España, o de Alemania diciendo que solo le puede juzgar su pueblo. Equivale a la vieja aseveración de Franco, cuando proclamó que su régimen solo respondía ante Dios y la Historia.

La eliminación de cualquier juicio posible por instancias ordinarias debe de meter otro acelerón psíquico de placer. ¿Qué se siente cuando uno solo puede ser juzgado por Cataluña? Imagino que un chute de adrenalina inenarrable. Ganar unas elecciones democráticas casi es un éxito banal si se compara con la aventura de alguien que es ya un Mesías.

La estudiada imagen pública de Puigdemont se adorna de la ilegalidad y de la rebeldía. El desafío a los jueces acrecienta la leyenda personal. Muy bien pueden creerse Puigdemont y Junqueras una especie de Bonnie and Clyde, o dos forajidos legendarios. Porque la independencia de Cataluña necesita dos cuerpos en donde encarnarse, dos personas, una especie de dualidad sacra: Puigdemont y Junqueras. Ninguno de los dos le hace ascos a esta liturgia. Ninguno siente escrúpulos a la hora de esa encarnación del sacrificio patriótico que en Europa ya casi estaba desaparecida. Sin esa alta dosis de placer psíquico personal el procés no habría seguido adelante.

El protagonismo de la disolución del franquismo fue compartido por una iconografía variada: Juan Carlos I, Suárez, Carrillo, Felipe González, Pujol, Fraga, etcétera. El protagonismo ahora es una dualidad algo descompensada en favor de Puigdemont, quien es ya el rostro de su pueblo. Ante la petición de responsabilidades políticas, Puigdemont exhibe el millón o los dos millones o los siete millones de catalanes que salieron a la calle en la Diada. Ante la pregunta sobre el futuro económico de las clases medias catalanas, muestra la fe en sí mismo y en su pueblo. Los avatares concretos (el desempleo, Europa, la educación, la sanidad) ya no importan. Porque en su psicología sólo existe el éxito de su liderazgo. Ha dado ese paso radical de las psicologías políticas aceleradas, narcotizadas.

El máximo placer de Puigdemont estriba en contemplar cómo la izquierda política independentista o no independentista cae derrotada ante su incuestionable presencia y la de su pueblo. Puigdemont es intocable para la izquierda. Y ha conseguido hacer creer a la izquierda que él es el pueblo de Cataluña, e incluso ha logrado que la izquierda le imite y se inflame de patriotismo y de nacionalismo. Puigdemont vive en una fiesta permanente, donde él es Cataluña. Y donde su Cataluña le da la razón.

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