El sofisma del guerrerismo

Tachar de guerrerista a un Gobierno que busca hacer de la legalidad y la protección de los derechos de la gente su bandera es una manipulación argumental y política. Los guerreristas son otros.

El atentado terrorista del Eln en la Escuela de Cadetes General Santander, en Bogotá, con 21 víctimas mortales y decenas de heridos; la decisión de no continuar diálogos con esa guerrilla y reactivar las órdenes de captura contra sus cabecillas; la reanudación de los operativos militares contra las disidencias de las Farc y contra el mismo Eln. Todos estos hechos y las decisiones políticas adoptadas por el Gobierno de Iván Duque, en cumplimiento no solo de sus compromisos de campaña sino, ante todo, de sus deberes constitucionales, han despertado un viejo debate de sobre si estas actuaciones obedecen a un “ánimo guerrerista”, a una estrategia encaminada a “desvirtuar la paz”.

Sostener que lo que hay en el Gobierno es un ánimo de desbaratar la paz es una trampa argumental, fundamentada en una dialéctica tendenciosa que echa mano de toda una serie de recursos efectivos pero plagados de sofismas. El primero de esos sofismas, que había una paz consolidada y que ella se ha resquebrajado por capricho de sectores políticos inclinados “a la guerra”.

El presidente Duque y su Gobierno pusieron las cartas sobre la mesa con claridad desde el primer momento. No podrían avanzar las conversaciones con el Eln si proseguían los secuestros, si no liberaban a las personas privadas criminalmente de su libertad, y si no cesaban los actos de sabotaje y terrorismo. El Eln simplemente contestó con más ataques a los oleoductos, más delitos contra el medio ambiente, más terrorismo, más secuestros. Seguía hablando de paz, eso sí, en discursos vacuos que, sin embargo, generan adhesión en los mismos que ahora acusan al Gobierno de guerrerista.

Ante el desafío del Eln, por sus incesantes ataques y crímenes, ¿debería el Gobierno quedarse de brazos cruzados para no ser tachado de guerrerista? Si lo hiciera así, estaría contraviniendo sus deberes no solo constitucionales, sino éticos con la sociedad a la que gobierna.

Precisamente para no incurrir en tan grave omisión, va haciéndose patente la voluntad política de combatir con efectividad a tantos reductos criminales de todas las organizaciones ilegales armadas que han azotado a este país. Por cumplir con su deber, en esto también el presidente, el ministro de Defensa y las colectividades políticas que los apoyan serán tachadas de “reactivar la guerra” y de sabotear la paz. Como si dejar enormes porciones de territorio a merced de estas organizaciones delincuenciales (Grupos Armados Organizados, GAO, o Grupos Delincuenciales Organizados, GDO) fuese ser garante de la paz.

La operación militar y policial “Zeus” permitió dar de baja a alias “Rodrigo Cadete”, cabecilla de una de las facciones de las disidencias de las Farc, aquellas para las que la criminalidad es el único modo de vida posible. El presidente Duque reveló que este y sus cuadrillas tienen vínculos con integrantes de la dictadura de Venezuela, donde encuentran refugio y amparo oficial.

El compromiso del Gobierno es apoyar a quienes entren al proceso de transición, derivado de la desmovilización y su acogimiento a la justicia transicional, pero quien no lo haga, quedará sometido a la acción legítima de las Fuerzas Militares y de la Policía. También la Fiscalía renovó ayer su compromiso, elemento vital, pues sin actuación de la justicia no podría haber lucha integral contra la gran criminalidad.

La mayoría de la sociedad colombiana no apoya la guerra ni se solaza con la permanencia de conflictos armados. Apoya el valor constitucional de la paz si este se fundamenta en el respeto que todos observen -y cumplan- ante los derechos de los demás: vida, honra, bienes y dignidad humana.

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