El Tejado Roto Con el fracaso debajo del brazo

La discusión que más contradicciones generó en el seno de la izquierda radical en los años de la democracia representativa no versó sobre la distribución equitativa de la riqueza. Jamás. Unos y otros estaban convencidos de que bastaba repetir lo que hizo –con gran irresponsabilidad y peores resultados– Fidel Castro en Cuba: la estatización de la propiedad en todos los órdenes de la vida. Tampoco les preocupó la seguridad alimentaria, consideraban que las hambrunas, la muerte por inanición de cientos de miles de personas, era un costo que había que asumir para la conquista de ese modelo de felicidad suprema que llaman socialismo. Lo que sí era objeto de burlas, sanciones y grandes disputas era la apariencia personal, la consideraban una mariquera en su más literal sentido.

Unos, los responsables de dirigir la lucha armada desde la ciudad, siempre andaban estrenando ropa y zapatos, recién bañados y olorosos a buenas colonias traídas del exterior; mientras que los otros, los combatientes, olían a monte y a ropa sin lavar. Muchos perdieron los dientes por no contar con cepillo ni dentífrico. Las preocupaciones eran otras: tener buena puntería en el combate y no convertirse en baja.

Si en las ciudades las tareas de las unidades tácticas de combate dejaban poco tiempo para la lectura, en la montaña era peor. Las dudas y las preocupaciones quedaban a cargo de la dirigencia: “Usted dispare y después hace las preguntas teóricas”. La frase que con tanto éxito le achacaron Rómulo Betancourt, era la utilizada para evitar que la gran mentira que pretendían construir se desplomara en el cualquier discusión en las horas nonas de la lucha.

Los combatientes, sometidos a una disciplina estalinista, imaginaban que con su sacrificio construían la “suprema felicidad”, la sociedad perfecta; aunque los podían fusilar por algo tan inofensivo como comerse un paquete de galletas o una lata de sardinas sin la autorización del comandante de la unidad. Los más exagerados han dicho que la guerrilla venezolana perdió más combatientes en los paredones improvisados en la montaña que en combates con el Ejército. El comandante Fausto, por ejemplo, conjugó disciplinadamente el verbo descerrajar y conoció el olor de la pólvora quemada en el pistoletazo definitivo más veces que las que participó en combate.

La propiedad individual, burguesa, era rechazada de plano, pero todos sentían repulsión en solo pensar en compartir el cepillo de dientes, aunque tomaran agua en el mismo vaso y comieran en el mismo plato. Se prestaban el jabón, pero no el paño o el trapo con el que se secaban. Les daba aprensión. Ahora, tomado el poder sin disparar un tiro, el guerrillero que olía a monte usa flux y corbata en los actos ceremoniales y de cerca se le siente el tufo del aguardiente, pero no al anisado Montalbán que repartía en la tapita entre compañeros que escampaban de la lluvia debajo de un plástico lleno de huecos. No, es licor de marca. El lavagallo quedó atrás, como las discusiones sobre los modelos chinos y soviéticos, y las propuestas de los albanos, los más estalinistas del internacionalismo proletario. Ahora, secuestrado el Estado y sus riquezas, meten la mano en la caja del pan hasta con los ojos cerrados y no hay pistoletazo ni sanción. Los sacrificios para “construir” el socialismo pasaron a otras manos, al pueblo. La dirección tampoco se ocupa de la teoría, es un asunto superado, su función es dirigir, un asunto que ha sido elevado a la categoría de ciencia. Ya tú ves, Nicolás, el cargo habilita.

Con alegría se anuncia en los medios masivos de comunicación que la suprema felicidad está ahí, poco después de las colas de la carne, del pollo, de la harina de maíz, del aceite de maíz, del papel tualé, de los granos, del jabón de baño, del detergente, y de haber llenado la planilla para ingresar a la Unefa o a la Academia Militar, de lograr que el Cencoex apruebe las divisas para viajar a Cuba, a Bolivia y a Nicaragua, con un paso rasante por Ecuador a comprar desodorante, los socios del Alba más emblemáticos. Sí, desodorante, la gran derrota de las teorías desconocidas de Marx. Que con el socialismo habrá desodorante. “Marx nunca escribió nada sobre la fetidez del cuerpo humano en estado vivo, pero eso no quiere decir que no se bañaba. Un revolucionario limpio entiende mejor al pueblo”, escribió el Loco Chirinos en las paredes de la Dirección de Cultura de la UCV. Ahora tomas baños de leche de burra.

Al campamento en la montaña a veces llegaban cajas con hojillas de afeitar, talco y desodorante, que el viejo Matías le decía “desolorante”, la caja que repartían al final. Era de poca hombría no dejarse la barba y no oler a mono. El “violín” era esencial en la facha revolucionaria, aunque en situaciones extremas se podía utilizar limón y bicarbonato. Ya ni eso. Tomado el poder, el limón cuesta un ojo de la cara, y no hay ni divisas para importar sustancias que no sean imprescindibles. Traen sí cientos de botellas de whisky de malta, pero para bajar el estrés de gobernar, nunca para desinfectar sobacos.

Cuando me tocó visitar el sitio donde Mercal expende carne, siempre de tercera pero cobrada a precios de segunda, el encargado advirtió al vigilante privado que custodiaba la puerta que el comandante Chávez no quería que el pueblo hiciera cola, que me dejara entrar. Me dio risa y agradecí, pero sabía que era una frase para quedar bien, que al pueblo lo obligan a permanecer al sol y lluvia en colas  inmensas. Es la manera de someterlo, de enseñarle que hay un poderoso que los doblega y los obliga a arrastrarse a cambio de unas miserables migas de pan o de un desodorante. Vendo ejemplar del Manifiesto comunista. No insista, no lo cambio por  dos lavaplatos y un palo de ron, acumule capital.

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