En cada calle, un venezolano

Con el apoyo de la ONU y países vecinos, Colombia está en la obligación de atender el drama que enfrentan millones de venezolanos acorralados por el hambre y la represión del régimen chavista.

La crisis de Venezuela es considerada la mayor tragedia humanitaria de América Latina en su historia como consecuencia de las políticas de un gobierno autista, corrupto y mafioso. Por millones sus habitantes, acosados por el hambre, la hiperinflación, la escasez de medicamentos, el desempleo y la represión criminal de la dictadura están abandonando su territorio con el sueño de recomponer sus vidas en otras naciones.

El país se está quedando sin profesionales, sin empresarios, sin jóvenes, sin niños y sin futuro. Con dolor y pesadumbre solo van quedando atrás los viejos, porque no tienen cómo pegarse a las olas migratorias que, día y noche, parten, de una y otra región del país, en las más precarias situaciones.

Con la llegada al poder de Hugo Chávez abandonó el país la gente pudiente, los grandes empresarios y sus familias, viajaron a EE. UU. y Europa a reorientar sus horizontes, luego de vidas de trabajo y prosperidad, generando empleo, riqueza y desarrollo en su nación. A estos les siguieron amplios sectores de la clase media, que aún tenían forma de hacerse a una visa o un pasaporte, vender sus casas, empresas y dejar sus empleos.

Hoy el éxodo es generalizado. Lo componen millares de hombres, mujeres y niños, que huyen por carreteras y trochas, sin pasaporte, con hambre, sin divisas y en busca de apoyos en naciones como Colombia, mientras hallan un empleo para sostenerse y enviar algo a las familias que dejaron atrás.

Con excepción de nuestro país, donde se les ha brindado atención humanitaria y condiciones para que laboren, otras naciones del continente, como Ecuador, Perú y Brasil, del antiguo eje chavista, para congraciarse con el dictador de turno en Caracas, les cierran puertas, exigiéndoles pasaporte y otros documentos, imposibles de conseguir por vía legal en su país de origen.

Venezuela no sabe cuánta gente ha salido, ni le interesa saberlo, y si lo sabe tiene un interés particular en ocultar esa realidad. Incluso la desconocen con un cinismo rampante. Que tal escuchar a Diosdado Cabello, segundo en la línea de mando de la dictadura, mofándose de sus víctimas.

En su último reporte la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) dice que la diáspora hoy alcanza los 2.328.949 venezolanos. Colombia aparece como el mayor receptor con 870.093, Perú 354.421; EE. UU. 290.224, España 208.333 y Chile 105.756. No obstante, otras lecturas precisan que la cifra es muy superior, entre el 15 y el 20 % de la población, toda vez que quienes figuran en las listas de ONU, en su inmensa mayoría, son los regularizados.

La atención a este drama humanitario pone a prueba la razón de ser y la capacidad operativa y de control de la ONU y la OEA. Pero también deja en evidencia que el Alba y la Unasur no dejan de ser simples embelecos chavistas para cuestionar la política internacional y aislar a América Latina frente a otros organismos internacionales.

A Colombia, como mayor receptor, le orbita un problema de Estado que debe atender, pero en el contexto regional porque no está en capacidad de hacerlo solo. Nuestro país debe unirse con las naciones vecinas y la comunidad internacional para recibir, regularizar y legalizar esa enorme franja de venezolanos.

Para el caso nuestro, la magnitud del flujo migratorio va más allá de su política exterior y se convierte en asunto interno. Obliga al gobierno de turno a asumir el reto de definir estrategias, que implican enormes costos económicos y sociales para ofrecer vivienda, salud, educación y servicios a toda esta población.

Por décadas, millones de colombianos, muchos de los cuales también están regresando, encontraron en los tiempos de esplendor del vecino país la prosperidad y el sueño que buscaban y que irradiaron en nuestro país. Ahora nos toca acompañarlos en este momento de necesidad.

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