¿En dónde está la autoridad?

Eso se pregunta la comunidad colombiana al constatar cómo se va desbarajustando el orden público. Si bien comprende la legitimidad de la protesta social, justificada ante los incumplimientos de gobiernos promeseros, repudia las invasiones de tierras y los paros con asonadas y conculcaciones de los derechos de las mayorías nacionales.

Como lo analiza la revista Semana, aquí ya las normas jurídicas no se acatan ni se obedecen. Son letra muerta. En consecuencia, la credibilidad y confianza en las instituciones del Estado se extinguen. No es sino mirar a la Corte Constitucional.

En toda sociedad organizada se requiere de una autoridad que ejerza la justicia y tenga la capacidad de hacer cumplir las normas legales y constitucionales que rigen en un estado real de derecho. No en un Estado simplemente formal, atiborrado de normas. Se requiere de un Estado eficaz con presencia activa en todo el territorio nacional.

No se quiere un Estado bravucón, fuerte con el débil y débil con el fuerte, sino de uno que inspire respeto y confianza. Un Estado en el cual sus autoridades legítimas sean las que impartan justicia de manera pronta y decidida y tengan el monopolio de las armas. Aquí, en nuestro medio, parecería que la ley de la jungla es la que impera, ya que ante la ausencia de la autoridad, los particulares y violentos son los que condenan y dirimen los pleitos a través de la vindicta.

El desorden se devora un Estado como el nuestro, débil y pusilánime. Así dice la publicación dirigida por un sobrino del presidente Santos, “se ha creado un desorden en el cual las funciones de cada una de las instituciones políticas han sido, poco a poco, usurpadas por otras”. Y agrega: “la Corte Constitucional legisla, los jueces eligen, los medios de información juzgan, la justicia se politiza y la política se judicializa”. Es una síntesis precisa de la radiografía del caos.

La opinión pública pide la vigencia plena del Estado de Derecho. De ese Estado real de derecho que lleva muchos años perdido y mendicante de nuestro sistema institucional. Nadie lo logra topar. Se le adivina pero no se le conecta. Por algo un periódico bogotano expresaba que “en realidad, Colombia nunca se ha distinguido por tener Estado ni autoridad”. En buen romance hay un descuadernamiento, como diría Carlos Lleras.

Enumera Semana hechos que a diario se denuncian pero que parecen inquietar poco a sus autoridades, rebasadas por los poderes fácticos. Preocupa “que en las principales ciudades del país, como Medellín y Cali, donde hay pie de fuerza y presupuesto, existan barrios donde los actores armados trazan fronteras invisibles y donde cruzarlas se paga con la muerte”. Y es cierto. La extorsión y las vacunas para atemorizar a sus ciudadanos es el factor común que impera en estas capitales.

Mientras no se fortalezcan las instituciones para que operen con eficacia y se les devuelva una legitimidad real a las autoridades para que la ejerzan a plenitud dentro de la órbita señalada por la Constitución y las leyes, el Estado seguirá siendo una sombra larga y ausente. Y así continuará formando su propio reino enmarcado en la ilegalidad, la impunidad, la injusticia y la violencia.

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