En memoria de cinco víctimas de las Farc

Una de las especialidades de las Farc es el crimen político. No hablo del “delito político” que la tradición jurídica ha asociado a la rebelión, la sedición y la asonada. Hablo de la determinación sistemática de las Farc de desaparecer a sus contradictores políticos, del color que sean, para abrirse paso o labrarle el comino a sus paniaguados.

Una larga historia de este tipo de crímenes enloda el historial de esa pandilla. Solo como ejemplo vale mencionar la cruel y despiadada persecución de “Esperanza, Paz y Libertad” en Urabá, que los más benévolos analistas tasan en no menos de 800 asesinatos, con el propósito de hacerse al dominio del sindicalismo de los trabajadores bananeros y respaldar a sus fichas políticas. Y no podemos olvidar el intento de exterminio de colectividades y sectores políticos como el liberalismo en el Caquetá, con la familia Turbay a la cabeza.

Ahora que se toca el tema de las víctimas de la violencia que ha asolado a Colombia en las últimas décadas, a propósito de las negociaciones con las Farc en La Habana, quiero aportar a la memoria colectiva el recuerdo de cinco viles asesinatos de esta organización narcoterrorista hace ya casi treinta años, de otra intensa persecución contra una organización de izquierda, que tienen una inocultable trascendencia, y cuyos dolientes políticos de hoy soslayan por entero.

Se trata de los nombres de cinco importantes militantes y dirigentes del Moir, ultimados a sangre fría por unidades de las Farc entre 1985 y 1987, al calor de los diálogos de “paz” emprendidos durante el gobierno de Belisario Betancur con esta organización criminal. Aprovechando esas negociaciones, como ahora, las Farc buscaron revitalizarse después de los golpes sufridos en el anterior gobierno de Julio César Turbay. El de Betancur, para posar de progresista y –según se dijo entonces también- para buscar el Nobel de Paz, se embarcó en farragosas negociaciones con los comandantes de esa agrupación, pactando un fatal cese indefinido al fuego. Fueron los llamados acuerdos de La Uribe, que dieron también origen a la Unión Patriótica (UP).

Bajo tamaña figura, que les permitía hacer política con la UP a la vez que mantenían su aparato armado, y con la complacencia del gobierno, las Farc se dedicaron a consolidar y ampliar su influencia en el territorio nacional. Para lograr su cometido no se pararon en pelillos, procediendo sin contemplaciones contra organizaciones de izquierda que gozaban de cierta influencia en regiones campesinas, como fue el caso del Moir en el sur de Bolívar y el nordeste de Antioquia.

Para 1985 el Moir llevaba cerca de una década de hacer presencia en esa región a través de la construcción de ligas campesinas y cooperativas para ayudar a las gentes más pobres del campo, además de contribuir con brigadas médicas y culturales. De repente, a partir de los pactos del gobierno con las Farc, éstas irrumpen violentamente en esa zona, donde no tenían presencia. Empiezan a intimidar a la población, a presionar a quienes no compartían sus designios, y a sacar del camino a quienes disintieran de sus propósitos oscuros.

El 30 de junio de 1985 asesinaron en una camino a Eduardo Rolón, dirigente del Moir, quien encabezaba el trabajo de una vereda para construir un puente en el corregimiento Monterrey del municipio de San Pablo (Bolívar). El brutal hecho motivó una cortante declaración pública de esa agrupación política, a la cual pertenecía entonces el suscrito quien, precisamente, dirigía el comité regional de Bolívar. El deceso de Rolón, nortesantandereano a quien cariñosamente llamábamos “El toche” por su lugar de origen, no solo me golpeó por tratarse de un camarada, sino también porque fue por años mi entrañable amigo desde la década precedente cuando nos conocimos en las lides del movimiento estudiantil en la Universidad de Antioquia.

El comunicado expedido por la dirección nacional del Moir, con la firma de su secretario general Francisco Mosquera, fue tajante en señalar los responsables: “El horroroso crimen tiene un indiscutible carácter político y de él hacemos responsables a las Farc e indirectamente a la dirección del PC.”

Agregaba Mosquera en el documento: “Nunca hemos dirimido las discrepancias con nuestros contradictores, principales o secundarios, mediante la violencia; ni nos pasa por la mente el propiciarla por el hecho de formular esta precisa, perentoria e indignada denuncia. Pero los ejecutores del vil asesinato no pueden contar con nuestro silencio para continuar impunemente agrediendo o matando a los cuadros del MOIR.” Y se extendía luego en críticas a la “combinación de todas las formas de lucha”, y a la condescendencia oficial con los terroristas que, para entonces, constituían la única organización política con un brazo armado, lo que significaba una gabela inaceptable y una grosera alteración de la igualdad de condiciones que todos los partidos deben tener por precisa disposición constitucional. Conminaba a la dirigencia del Partido Comunista a que denunciara los autores del crimen y efectuara una condena pública del hecho, lo que jamás ocurrió.

Al año siguiente, el 12 de noviembre de 1986, en un corregimiento de El Bagre (Antioquia), de nuevo las Farc asesinaron a otro dirigente del Moir, Raúl Ramírez, quien, al igual que Rolón, hizo parte de una generación de jóvenes que abandonó las ciudades para ir al campo a solidarizarse con los campesinos, dentro de una cruzada que en aquel movimiento político se llamó de los “pies descalzos”.

El relato de la crueldad de los bandidos es espantoso, según lo describe el comunicado del Moir de la época: “Ese mismo día eliminaron a un comerciante y al inspector de policía, a quien le robaron la máquina de escribir. Unas horas antes habían dado muerte a dos humildes labriegos, tildados de "sapos" por haberse resistido a colaborar. A semejantes extremos de sevicia y salvajismo han llegado los únicos usufructuarios de la "paz", cuyas ansias de dominio corren parejas con su acelerada degeneración.”

De nuevo la dirección del Moir, en enérgico pronunciamiento condenó a las Farc y al Partido Comunista por el vil crimen.  “No obstante, la susodicha camarilla no se da por enterada y, entre burlas y veras, persiste en la maniobra de ensanchar sus tropas aprovechándose de los arreglos convenidos con el gobierno”, advertía Mosquera en dicho comunicado. Y pasaba a describir el panorama que se vivía, no muy diferente al actual del país: “Así ocuparon nuevos territorios en el Catatumbo, la Sierra Nevada de Santa Marta, el sur de Bolívar, el Magdalena Medio, la Serranía de los Motilones, etc., atemorizando a sus oponentes, con la bandera blanca en una mano y el fusil en la otra. Se ha creado una situación en la cual las organizaciones políticas y gremiales que carezcan de milicias se hallarán sometidas a los desafueros de un ínfimo grupo que actúa contra la Constitución pero goza de sus prerrogativas.”

“La defensa de los derechos de las mayorías democráticas y patrióticas, acechados por la confabulación cada día más evidente entre el mamertismo y la cúpula gubernamental, torna imperiosa la conformación de una gigantesca alianza” para hacerle frente, clama Mosquera, de suerte que se detenga la amenaza de esas hordas asesinas, patrocinadas por la Urss y por Cuba, y se puedan restablecer en el país el imperio de la civilidad y la igualdad de todos frente a la ley.

Aupada por la abierta complacencia gubernamental, la banda terrorista no daba tregua en su afán violento. En 1987 fueron tres los militantes del Moir asesinados. Primero Aideé Ramírez, enfermera vinculada por años al campo para ayudar con sus conocimientos a las gentes necesitadas, cuya vida fue segada en Morales (Bolívar), y luego los líderes campesinos Rafel Mendoza y Genaro Gómez, también de ese municipio, ubicado en la región aledaña a la serranía de San Lucas. Territorio en el cual un poco antes habían sido asesinados Clemente Ávila y su hijo Luis, dos dirigentes campesinos vinculados al Moir, en este caso por el Eln que desde hacía más tiempo incursionaba por aquellos lares. Para entonces el entronque de esos grupos con el narcotráfico y la minería ilegal, con fuerte arraigo en la región, eran cruciales para financiar su expansión militar.

Eduardo, Aidée, Raúl, Rafael y Genaro, eran todas gentes pacíficas, buenas, dedicadas a servir a los demás. Sus crímenes no tenían justificación alguna y su desaparición “pesa más que la serranía de San Lucas con todo y cuanto la ocupa”. Ni siquiera es aceptable compararlas con las de la UP, señalaba entonces Mosquera. “Aspirando asumir el lugar de la víctima dentro del drama sangriento que enluta a Colombia, la llamada Unión Patriótica nos recuerda a cada minuto las centenares de bajas suyas acontecidas en los últimos meses. Pero sus muertos no se asemejan a las pérdidas sufridas por los muchos y auténticos representantes de las fuerzas democráticas y laboriosas. El empeño de nuestra militancia, ahí donde consiguió plasmarse, ha respondido a las necesidades del trabajo, el desarrollo, la libertad y la independencia, en tanto que los adeptos del proselitismo armado encarnan totalmente lo contrario. (…) Además, el acribillamiento de concejales, diputados y congresistas de la UP en varios municipios en lo fundamental ha obedecido a la obcecada insistencia del Partido Comunista en "combinar todas las formas de lucha", una táctica que deja expuesta la maquinaria legal a la vindicta de quienes padecen el rigor del brazo insurrecto, máxime cuando las promesas de concordia las borra de un golpe la guerrilla y la opinión se exaspera de tamaña ambigüedad, sostenida con mil artilugios durante más de un lustro.”

Podría decirse, sin faltar a la verdad, que el Moir -una agrupación radical de izquierda, de corte marxista, pero discrepante siempre de la utilización de la lucha armada-, ha sufrido más bajas por virtud de los ataques y atentados de la guerrilla (sobre todo las Farc) que los de cualquier otro origen. Hoy que el país debate el tema de las víctimas, qué bueno fuera que la dirigencia actual de esa organización política –vinculada al Polo Democrática y aliada de los pares políticos de sus antiguos victimarios- tuviera el valor de reclamar ante las Farc por los nombres de los asesinos y las razones de tan aleves crímenes. Sería lo menos que podrían pedir en honor a su memoria, simplemente repitiendo las exigencias de Francisco Mosquera de hace treinta años. Y no pasar de agache, patrocinando una impunidad que avergüenza.

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