Enterremos a Escobar

Sí, ya sé que todos aceptamos como cierta la muy gastada frase de George Santayana que dice eso de que “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”, pero sería un gran avance que el país superara ciertos temas y dejara de dar vueltas en lo mismo como corcho en remolino.

Me refiero, concretamente, al tema Pablo Escobar. Hace 20 años, un hombre obeso fue abatido, por balas oficiales, en el techo de una casa, a donde había subido a mover la antena del televisor. Bueno, ya es un avance que no nos hayan cambiado la historia de este hecho como ha ocurrido con muchos otros, y que los servidores públicos que combatieron al capo no estén presos por haberle aplicado la pena capital, pues todos sabemos que esa era la orden que tenía el Bloque de Búsqueda, a pesar de que esa figura no existe ni existía en nuestro ordenamiento legal.

Además, era el clamor de la sociedad de la época, por lo que ni siquiera a algún obispo se le ocurrió musitar algo así como que “mataron a un pobre hombre ciego y solo”. De hecho, no vamos a llorar a Escobar, que es la letanía con la que César Gaviria —ese otro corcho— se defiende cada que se le recuerda la Catedral y la alianza con los Pepes para perseguir a este criminal. Todo lo contrario, en este caso sí que son válidas las palabras ruines que alguien espetó contra Luis Andrés Colmenares: “Más bien muerto que un H. P.”.

El problema con el tema Escobar es que, aparte de convertirlo en un emblema comercial, como el retrato del Che —ese otro asesino—, y en una figura digna de admiración y emulación por parte de nuestros niños y jóvenes, su recuerdo viene adornado de unas distorsiones históricas que nos repiten hasta el martirio, al tiempo que los hechos comprobados se moldean como plastilina a gusto de cada cual.

Un ejemplo de lo primero es la frecuente generalización de que todos, por lo menos en Antioquia, admirábamos a ‘Pablo’, y a todos los mafiosos, en una especie de connivencia o complicidad criminal, y que todos los que tuvieron alguna ‘oportunidad’ se les vendieron. Eso es un irrespeto y una falta a la verdad. Cualquier posible admiración inicial no fue más que el normal deslumbramiento de gente corriente ante el exceso de riquezas que, por cierto, inicialmente se daban por bien habidas puesto que personas ricas, en Antioquia, siempre han existido.

Pero luego vino un desprecio generalizado que se acentuó con el narcoterrorismo, hasta el punto de que la muerte del capo era un anhelo de todos y muchos la celebraron o, cuando menos, exteriorizaron el alivio que esta significó. De hecho, si Escobar se convirtió en un terrorista sin el menor escrúpulo fue, precisamente, porque entendió que, aparte de los miserables que compró con dádivas, la mayoría de la gente sentía por él —y su dinero— un profundo rechazo que fue creciendo a medida que crecía el monstruo.

Un ejemplo de lo segundo, de cómo algunos quieren moldear la verdad a su antojo, es el caso de la muerte de Luis Carlos Galán. A pesar de estar más que probado que su asesinato fue ordenado por Escobar —fuere o no en concierto con políticos como Santofimio y con otros mafiosos como Rodríguez Gacha—, los niños Galán eximen a Escobar y vienen con la teoría de que los autores intelectuales serían los narcos del Cartel de Cali, con lo que pretenden apuntalar la supuesta responsabilidad del general Maza Márquez y hacerlo pagar cárcel.

El asunto sería hasta gracioso si no fuera por el tamaño del absurdo. Cómo será que hasta el hijo de Escobar, Juan Pablo, quien cambió su nombre y hoy se hace llamar Sebastián Marroquín Santos, les pidió perdón a los hijos de Galán de manera pública en el marco de un video documental ampliamente difundido, titulado ‘Los pecados de mi padre’. Y las declaraciones de alias ‘Popeye’, muchas de ellas tan brutales que le dan plena credibilidad a sus palabras, no han dejado lugar a dudas de que el autor de ese crimen atroz fue el ‘Patrón’.

Lo irónico de todo esto es que los hijos de Galán respaldan totalmente el proceso de impunidad para las Farc sin darse por enterados de la grave incoherencia en la que incurren. Si son partidarios de que las víctimas de la guerrilla perdonen y olviden, ¿por qué ellos no hacen lo mismo?, ¿por qué buscan culpables a toda costa? ¿No es un acto de venganza querer hacer pagar cárcel a alguien a pesar de haber grandes dudas sobre su participación? ¿Creen, acaso, que su padre es una víctima más valiosa que las cientos de miles de las guerrillas o que, incluso, otras figuras políticas como Álvaro Gómez Hurtado, cuyos crímenes no han sido declarados de lesa humanidad? ¿O es que los Galancitos nos están dando la razón a quienes exigimos que no haya impunidad para las Farc?

La enseñanza que debería haber quedado de este capítulo trágico de nuestra vida republicana, es que con terroristas no se negocia. Escobar compró a los constituyentes para que eliminaran la extradición, y el día que se aprobó ese desaguisado se ‘entregó’ a las autoridades que lo confinaron en su propia finca de La Catedral, donde siguió delinquiendo. Cuando esto se comprobó fue imposible meterlo en cintura y para su exterminio se requirió un año y medio en el que las autoridades recurrieron a todos los excesos y rompieron todas las normas.

Lo mismo pasará con las Farc, y para cuando entendamos que la negociación no fue un instrumento de paz sino una estrategia para alcanzar el poder e imponer su visión totalitaria y antidemocrática, será demasiado tarde. Retomar el rumbo tardará décadas y costará ríos de sangre.

De todas maneras, una cosa sí es clara tras 20 años de la muerte de Escobar: es hora de voltear la página, es hora de enterrarlo y borrarlo de la Historia.

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