Entre lo “histórico” y la “farsa”

Polos en que se debate acuerdo de justicia
Se ahonda división en el país por el proceso

Sabido que los máximos responsables de las Farc recibirán una amnistía parcial, lo más amplia y conveniente a sus intereses como sea posible dentro de la justicia que las partes hubieron de inventarse a los efectos, hay que decir que el acuerdo sobre la materia logra la mayor cantidad de benevolencia sin llegar a la amnistía total que, a su vez, se otorgará a las tropas. Si ese era el propósito, para quienes lo defienden, el pacto Gobierno-Farc es un éxito.

Es hoy claro, ciertamente, que no hubo mayores modificaciones a lo anunciado el pasado mes de septiembre y sobre lo cual la opinión pública permanecía a la expectativa. El tratamiento a la “libertad restrictiva” se mantuvo en los mismos términos que se habían notificado. Es decir, nada de cárcel, prisión o eventuales granjas agrícolas como sitio de reclusión para comandantes de las Farc, y por lo demás nada de confinamiento. Inclusive, pactado que no habrá “medidas de aseguramiento equivalentes”, tampoco se publicaron los lugares donde se aplicará la rebaja de penas, sean ellos departamentos completos o los denominados Territorios de Paz, pendientes de negociación o ajuste de las propuestas recientes. Simplemente se salió del tema diciendo que en su momento “la Jurisdicción Especial de Paz determinará las condiciones de restricción efectiva de la libertad”. O sea que, en efecto, se aplazó el tema o quedará al albedrío de los jueces y magistrados de la Jurisdicción Especial, a nombrar por las partes bajo un mecanismo aún no dilucidado. Habrá, básicamente, un “régimen de seguridad y vigilancia que garantice la vida e integridad física de los sancionados”, también para acordar en su momento, seguramente sobre la base de contratar desmovilizados.

Los demás puntos del extenso acuerdo están referidos a lo que ya se sabe, cuando la naturaleza del proceso de paz cambió de norte y de una plataforma bipartita,entre Gobierno y guerrilla, se pasó a un escenario general en que se busca comprometer a las múltiples aristas y partícipes de un conflicto armado interno que ha contado con la degradación de cincuenta años de permanencia, desde que aparecieron las Farc, y se pretende la socialización de la culpa, si finalmente es aprobado por el pueblo. Como se sabe no se sancionará la sedición o rebelión, en sí mismas, ni los delitos conexos, para lo cual solo se está pendiente si en ello entra el secuestro y el narcotráfico.

Los delitos de lesa humanidad y los crímenes de guerra, que pueden comportar una buena proporción en Colombia, no serán motivo de castigo y en la mesa de La Habana han convenido exclusivamente la llamada justicia restaurativa, con base en sanciones de reforestación, reconstrucción de pueblos, desminado, indicación de fosas comunes o similares, así como la solicitud de perdón a las víctimas y el detalle de la verdad de los crímenes ya sabidos, como penalidades suficientes, y a suplirse en un término de cinco a ocho años. Al mismo tiempo recuperarán los derechos políticos tanto para elegir como ser elegidos, con ciertas favorabilidades de elegibilidad por determinar. Dentro de los compromisos está contemplada la no repetición de las actividades delincuenciales para los involucrados, pero en ninguna parte se pretende derogar la rebelión como formulismo revolucionario.

Igualmente se busca dar curso a varias comisiones, entre las que se cuenta una que reinterprete la historia colombiana del último medio siglo, como ya se intentó hacer con la de Memoria-Histórica sin mayores repercusiones.

Todo lo anterior es lo que una parte del país reputa de éxito y, por igual, lo califican de sin par en el mundo y desde luego “histórico”, tal vez la palabra más recurrida de ciertos medios de comunicación.

Para otros, en cambio, el acuerdo es una “farsa”, la entrega de la Constitución, la impunidad disfrazada en medio de una catarata de incisos, la actuación de los negociadores gubernamentales como correas de transmisión del querer de las Farc y la capitulación a cuenta gotas por parte del Estado. Como mínimo, dicen, las Farc deberían pagar la misma cárcel de los paramilitares o a lo menos recluirse en granjas agrícolas, sujetarse a la veda política hasta que se hayan resocializado, devolver los bienes fruto de las ilicitudes y pedir perdón, no sólo a las víctimas, sino a toda la sociedad colombiana.

De modo que, visto lo anterior, no se ha modificado en mayor cosa el espectro político en que se desenvuelve la desmovilización de las Farc y los procedimientos para su desactivación. Para el Gobierno, como lo ha dicho, el interés fundamental es conseguir la dejación de armas; el resto de algún modo es carpintería. Para los otros, sin embargo, el precio a pagar está resultando un costo inusitado en términos institucionales y de país. Así es como se está desenvolviendo Colombia: entre lo “histórico” y la “farsa”.

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