Esclavo de sus palabras

"Aquí no va a haber ni amnistías ni indultos, eso está prohibido", dijo Santos el año pasado.

En la Casa de Nariño se preguntan con algo de razón por qué una bandera tan atractiva como la paz se ha estrellado con un muro de escepticismo en la opinión pública. La principal causa de tanto recelo es la rabia acumulada contra las Farc tras años de masacres, secuestros masivos, reclutamiento de menores, extorsión y narcotráfico, practicados por ‘Timochenko’ y sus hombres de manera tan sistemática como por sus pares paramilitares.

Pero ese no es el único motivo. Entre millones de colombianos se ha instalado la idea de que el Gobierno está cediendo más de la cuenta y ha retrocedido algunas de sus líneas rojas en la mesa. Lo he repetido en esta columna: el presidente Juan Manuel Santos hizo lo correcto al intentar, a partir del 2012, una salida negociada con las Farc. Este grupo había recibido durísimas derrotas militares durante el doble mandato de Álvaro Uribe y los primeros meses de Santos. Era una oportunidad razonable para sacarlo de la violencia. Pero la negociación ha tardado mucho más de lo previsto.

En esto radica uno de los líos: la demora exaspera a la opinión y ya obligó al Presidente a tragarse sus palabras. En un discurso televisado en septiembre del 2012, al anunciar el arranque formal de la mesa, Santos sostuvo que las conversaciones “se medirán en meses, no en años”. Durante el congreso del Partido Verde el 2 de diciembre de ese año lo reiteró: “Esto no puede ser un proceso de años, sino de meses. Es decir que esto debe durar no más allá del año entrante (2013), noviembre del año entrante a más tardar, diría que antes”. Tres años después de ese discurso, la fecha límite, aplazada varias veces, está para marzo del 2016.

En esa alocución televisada de septiembre del 2012, al describir el acuerdo inicial para instalar la mesa –considerado por el propio Gobierno como la hoja de ruta de la negociación–, Santos nunca habló de refrendar los acuerdos por una votación popular. Al contrario, el Presidente dio un paso al frente: “La responsabilidad de esta decisión recaerá sobre mis hombros y sobre los de nadie más”. Meses más tarde, el 16 de enero del 2013, habló por primera vez de “una fórmula para refrendar popularmente cualquier acuerdo”.

Habló de refrendar, lo que implicaba una votación de sí o no sobre varias normas legales surgidas de la negociación. La ley dice que el referendo es una “convocatoria que se hace al pueblo para que apruebe o rechace un proyecto de norma jurídica…”. Ahora, el Gobierno y sus mayorías en el Congreso están sacando adelante algo muy distinto: un plebiscito, un sí o no global a los acuerdos. Con una trampa: para garantizar que no se hunda, bajan el umbral de votos requeridos al 13 por ciento del censo electoral, unos 4,4 millones de votos. ¡Esa fue la votación del plebiscito de 1957 que estableció el Frente Nacional, cuando el país tenía un tercio de la población de hoy y el censo electoral, al que acababan de ingresar las mujeres, era de una cuarta parte! El mamarracho de plebiscito propuesto ahora resta credibilidad al proceso y genera más rechazo.

Hay otro ejemplo de cambio de lenguaje –y de reglas– del proceso. El 16 de junio del año pasado, en una entrevista con Ángela Patricia Janiot, de CNN, Santos dijo de modo tajante: “Aquí no va a haber ni amnistías ni indultos. Eso está hoy prohibido (…). En el mundo de hoy, eso simple y llanamente está vetado, prohibido por la legislación, por la misma característica de la justicia transicional”. Hace ocho días, el Gobierno indultó por decreto a 30 guerrilleros de las Farc, como “un gesto para la construcción de confianza”. De pronto era necesario para que avance la negociación, pero esos cambios en las reglas no ayudan. El Presidente debe recordar que, como todos en este mundo, es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras.

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