Falacia del «agrarismo» de las Farc

Si hay una farsa enorme, que desafía toda lógica es el embuste de la representación de las gentes del campo por quienes han sido sus principales verdugos.

Uno de los engaños más grandes del proceso de “paz” ha sido otorgarles a las Farc no solo categoría de actor político, capaz de negociar asuntos de la vida y futuro del país, sino en particular la calidad de representantes del campesinado.

Se discute el tema agrario entre el gobierno y este grupo narcoterrorista, como si se tratara de una negociación con los auténticos delegados de los labriegos de Colombia, voceros de sus aspiraciones.

El gobierno colombiano les ha dado esa prerrogativa. Reconoce la supuesta justeza de sus reclamos, y de cierto modo acepta la manida explicación de que la violencia que ejercen los guerrilleros se explica por las desigualdades existentes en el campo. Inclusive se atreve a presentar algunas de sus reformas, como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, como un adelanto de medidas, dirigidas a dejar sin banderas a los alzados en armas.

Por otro lado, los “plenipotenciarios” de las Farc, ni cortos ni perezosos, se vanaglorian de su papel y lo asumen así ante el país y el mundo. Promueven simultáneamente todo tipo de eventos –con anuencia del gobierno en no pocas veces- acá, en suelo patrio, de corte “campesino”, con el fin de avalar sus pretensiones.

No le es difícil a la narcoguerrilla movilizar unos cuantos prosélitos a estos eventos; unos presionados por décadas de actividad armada, otros catequizados, otros vinculados a la economía coquera de las regiones alejadas donde operan los frentes facciosos. Dos, tres mil delegados en asambleas como la que acaba de realizarse en San Vicente del Caguán, no son difíciles de reunir, para respaldar el proyecto de las Zonas de Reserva Campesina.

Una información publicada en estos días es bastante demostrativa de este aserto. Las ZRC existentes hoy suman un algo más de 800 mil hectáreas; sin embargo no cobijan a más de 75 mil campesinos. Son zonas que tienen características comunes bien conocidas: presencia e influencia de grupos armados y cultivos ilicítos. Pero hablar desde allí a nombre del sector rural y presentar sus propuestas –además pasadas de moda- como las reivindicaciones de millones de campesinos es un despropósito.

Perorar sobre “identidad campesina” y sugerir que las “reservas” son la legitimación de sus aspiraciones, es un adefesio. Si hay una realidad histórica en Colombia es que el sector más conservador del país, más apegado a las tradiciones religiosas, más defensor de la propiedad privada, es el campesinado. Son algunos núcleos completamente marginales, perneados por los narcoterroristas los que quieren asaltar la representación auténtica de los habitantes del campo.

Basta repasar la geografía de Colombia para corroborarlo. ¿Se sentirán encarnados en los delegados de las Farc los lecheros del Valle de Ubaté? ¿Los paperos de la meseta cundiboyacense, de Nariño o del oriente de Antioquia? ¿Los cafetaleros de 16 departamentos? ¿Los productores de aguacate o ñame del Caribe? ¿Los tabacaleros de Bolívar o Santander? ¿Los cultivadores de verduras y hortalizas que bordean a las grandes urbes? ¿Los cultivadores de frutas del Valle del Cauca u otras regiones?

Si hay una farsa enorme, que desafía toda lógica es el embuste de la representación de las gentes del campo por quienes han sido sus principales verdugos. Por otro lado en Colombia no existe un movimiento agrario como tal, una presión masiva por la redistribución de la propiedad de la tierra. La guerrilla aprovecha y utiliza conflictos marginales, en zonas de colonización, con gran presencia de cultivos ilícitos, para sus fines políticos, militares y económicos, pero eso dista de ser un movimiento agrario que amerite una reforma agraria de las proporciones que se urde en La Habana.

En la historia del país ha sido al revés. No fue la presión sobre la tierra la que llevó a expedir la Ley 135 de 1961, de reforma agraria; fue como producto de esa ley, del Incora (creado para aplicarla) y de la ANUC (también creada por disposición de la norma citada), que se  promovieron las invasiones de tierras, dirigidas a lograr su expropiación y luego adjudicación a campesinos. El fracaso de ese proyecto es bien conocido.

El país no resiste la repetición de una experiencia fallida como aquella, poner en entredicho la soberanía nacional en más de nueve millones de hectáreas, y menos para satisfacer las ambiciones criminales de grupos que escasamente se representan a sí mismos.

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