Farc y Yihad

En mayo pasado el Consejo de Estado determinó que las Farc no podían considerarse un grupo terrorista puesto que formaban parte “del conflicto armado interno”. En aquel momento me pregunté en qué momento había decretado el Estado colombiano la guerra a nadie. No hallé ningún conflicto más allá del declarado unilateralmente por los pistoleros marxistas.

En un arrebato de victimismo y de postración, propio del síndrome de Estocolmo que afecta a muchos en un país que ha pasado más de 50 años secuestrado por la narcoguerrilla, el Estado colombiano admitía una culpa que jamás le perteneció. La debilidad mostrada hace unos meses es similar a la de quienes se flagelan hoy reflexionando sobre la responsabilidad que Occidente tiene ante el terrorismo yihadista. Surgen por doquier en estos días analistas y políticos pretenden culparnos a nosotros, las víctimas y objetivos, de la locura de unas hienas que jamás han pisado una mezquita más que para poner bombas. Estos colaboracionistas de la Yihad y del terrorismo en general, negacionistas del mal por encima de todo, son fácilmente reconocibles. Comienzan todas sus peroratas con la salmodia más dañina que existe: “Es un problema muy complejo, poliédrico. Hay muchas aristas que analizar”. Unos pretenden atribuir a la marginalidad y a la pobreza el germen de la violencia islamista, olvidando interesadamente que el padre de la Yihad moderna, Osama Ben Laden, pertenecía a una de las familias saudíes más opulentas. Otros se escudan en el choque de civilizaciones que aventuró Samuel Huntington. Pues bien, los terroristas de París bebían, fumaban hachís, escuchaban rap, salían de copas con mujeres occidentales, eran desconocidos en las mezquitas de sus barrios y no sabían un solo verso del Corán, según sus propios familiares, amigos y vecinos. No eran más que una pandilla de vagos. Por contra, millones de musulmanes trabajan a diario en Europa, comparten nuestras calles, nuestros centros de trabajo y escuelas, sin que exista ningún choque de civilizaciones. La inmensa mayoría de ellos se consideran europeos sin tener por ello que renunciar a sus orígenes ni confesiones pese a que Europa es ante todo un continente de raíces cristianas. Esos millones de musulmanes son ciudadanos ejemplares, vivan como reyes o en los suburbios más deprimidos. La pobreza no deriva intrínsecamente en violencia. Es un acelerante más.

¿Qué ha llevado a estos jóvenes a convertirse en terroristas? El mismo virus que llevó a las Farc a hacer lo propio hace más de medio siglo. La debilidad para luchar como hombres. La debilidad para no encarar las propias responsabilidades y culpar al mundo entero de sus desdichas. El odio y el rencor. En una palabra: el mal.

Las hordas bienpensantes también se escudan en la geoestrategia para exculpar a los terroristas del Daesh. Atribuyen a Occidente su intromisión en Oriente Medio y las fallidas políticas de respaldo a los líderes locales. Quienes afirman tal sandez son, generalmente, los mismos que apoyaban sin fisuras la Primavera Árabe y quienes nos ponían a caldo a los pocos que por entonces advertimos del riesgo de romper los frágiles equilibrios logrados por los tiranos de turno –Mubarak (Egipto), Gadafi (Libia) y Al Asad (Siria)– tras comprobar el fiasco que supuso el derrocamiento de Sadam en Irak. A veces hay gente llena de odio. El hecho de que nos resulte incomprensible no debería convertirnos en cómplices.

Por eso, cuando algunos criticamos la liberación de 30 guerrilleros y exigimos que se trate igual a los presos comunes, no es porque estemos en contra de la paz. Cuando exigimos firmeza y que los asesinos paguen las penas, no es porque anhelemos 50 años más de matanzas o tengamos intereses en la industria armamentista. Cuando pedimos que se cumpla la ley, señor De la Calle, no es porque queramos “una década más de guerra”. Es porque creemos en la justicia. Porque jamás agacharemos la cabeza ni aceptaremos la deshonra ante los asesinos. Porque sabemos que el mal existe y es despiadado.

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