Fifa

La Fifa se volvió esta guarida de estafadores intocables que cobran el fútbol a todos, a las marcas, a los canales, a los aficionados, por encima y por debajo.

Uno podría decir “Dios mío: ahora sigue el Vaticano”. Pues quién iba a pensar que un día un fiscal gringo iba a atreverse a investigar los negocios multimillonarios e impunes de la Fifa, quién iba a creer que un juez iba a encontrar el coraje para recordarle a la temible “familia del fútbol” –que así se llama ella misma en la tradición del crimen organizado– que no solo en la teoría sino también en la práctica ninguna organización en el mundo se encuentra por encima de la ley, quién iba a imaginar que una autoridad iba a lanzarse a pronunciar en voz alta el secreto a voces de un deporte que les sirve de cortina de humo a tantos gobiernos. Tendría que pasar lo mismo en Colombia: sí, se requiere el valor del aguafiestas para pedirles cuentas a los bigotudos de la Federación y de la Dimayor unos días antes de que James Rodríguez salte a las canchas de esta Copa América que entretendrá el horror en vacaciones. Pero es la hora de hacerlo.

Se cree que la corrupción es una enfermedad infecciosa que se propaga de funcionario en funcionario en el malsano sector público. Suele pasarse por alto, quizás porque no es el dinero de nuestros impuestos el que se está acaparando, que la podredumbre es peor en la empresa privada: que el corrupto también teje allí su red para favorecer a aquellos proveedores que tengan con qué sobornarlo, pero además puede decirle a quien lo cuestione “no se meta en lo que no le importa”. Desde 1970, cuando los mundiales empezaron a transmitirse por televisión, la Fifa se volvió esta guarida de estafadores intocables que, “dueños” del entusiasmo infantil de millones de hinchas, cobran el fútbol a todos, a las marcas, a los canales, a los aficionados, por encima y por debajo. Y siempre que la corrupción es evidente, arma comisiones de juristas –el magistrado Palacios hizo parte de la última– para que declare inocentes a aquellos que la justicia gringa declarará culpables.

Por supuesto, cada federación de cada país ha reproducido ese repugnante Estado paralelo. Y el escándalo no está pasando allá, en un lugar llamado “la Fifa”, sino acá mismo: acá en Colombia.

Este fútbol “nuestro” también es un monopolio sin controles. Esta Federación “dispuesta a colaborar” también prohíbe a todo miembro de “la familia” –artículo 12 de su Código disciplinario– recurrir a la jurisdicción ordinaria para reclamar sus derechos. Esta gente también finge justicia: se reglamenta, se juzga, se exonera a sí misma, con la complicidad de un Estado de papel que suele estar atado a la suerte de su selección. Esta gente nombra en su comisión arbitral al magistrado, al general, al defensor del pueblo, pero poco habla de la profesionalización del arbitraje. Trata a los jugadores como posesiones. En el nombre de Colombia, que no ve un peso, asigna a dedo contratos descomunales. Regala miles de boletas, eso sí, a miles de críticos silenciados. Y responde que “todo se recibe por encima de la mesa” si alguien un día pide cuentas.

Quién vio la falsa rueda de prensa –mejor: el bochornoso monólogo– del presidente de la Federación. Quién sufrió cuando el señor Bedoya, ante las serias acusaciones de la Fiscalía gringa, horas antes de que el capo de la Fifa, Sepp Blatter, se viera obligado a renunciar, explicó que el problema de mostrar las cifras es que su organización gasta en su funcionamiento los miles de millones que le entran, juró que no hay cuentas secretas ni aquí ni en Cafarnaúm ni en Estados Unidos, y deseó en voz alta que un buen día por fin caigan todos los sobornados. Yo pensé “dígale todo esto, por favor, a la justicia norteamericana”.

Dígale que este mundo se les da bien a los tramposos, pero ni siquiera el más vivo de ellos llega a viejo siendo el dueño del balón.

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