Gracias a Odebrecht

Gracias a Odebrecht el país va a verse obligado a afrontar el debate sobre la corrupción como un entramado de prácticas entre políticos y contratistas en todos los niveles, nacional y subnacional, y no como una anomalía propia de las regiones como resultado de su pobre modernización, de la falta de valores de sus dirigentes y de cierta barbarie de sus gentes que les impide tener conciencia de sus derechos.

La corrupción, es cierto, varía según los entornos sociales y económicos donde ocurre. Pero el caso en Colombia es que ocurre en todos los entornos. Lo de Odebrecht solo fue posible porque funcionarios del nivel nacional se prestaron para que tuviera ventajas en los procesos de contratación. Más aún, las últimas acusaciones demuestran que el asunto iba más allá de viceministros y congresistas. Las campañas de los dos principales candidatos de las últimas elecciones también se vieron involucradas.

Nada extraño. Los rumores sobre la participación de la élite política de Bogotá en los grandes proyectos que involucran procesos de contratación pública son cada vez más intensos. Palabras más palabras menos, se habla de amigos contratistas de muchos de los más reputados dirigentes nacionales. Por eso era necesario para Obredecht asegurarse tanto con Zuluaga como con Santos.

Quizá no sea nada nuevo. Ya antes de Samper existían fuertes versiones y testimonios sobre la entrada de dinero de los carteles en las campañas presidenciales. En la campaña de 1982, por ejemplo, quedan pocas dudas que ambos candidatos, López y Betancur, recibieron enormes sumas de los narcos.

En el fondo  el esquema es el mismo, lo nuevo pareciera ser solamente que ahora la clave está en la contratación pública y no tanto en el narcotráfico. ¿Cómo opera? A nivel subnacional la clase política se encuentra con que el escaso desarrollo de la economía local exige centrar sus campañas en la distribución selectiva de las rentas y de los bienes del estado para obtener los votos de las clientelas del lugar.

Los gobiernos locales disponen del control de las transferencias estipuladas por ley para educación, salud y demás servicios sociales. De allí tienen que sacar para mantener comprometidas a sus clientelas. Pero si saben negociar con el gobierno central a través de congresistas y lobistas pueden obtener otras fuentes de inversión que son claves para lograr que los contratistas del estado se interesen y financien sus campañas. De igual modo pueden recibir protección en caso que se vean envueltos en líos judiciales o en investigaciones administrativas.

Los políticos en Bogotá, por su parte, saben que si direccionan las inversiones del estado central hacia políticos regionales que les garanticen el respaldo de sus clientelas pueden acumular un mayor caudal de votación. Por consiguiente, en la disputa por el reparto de las agencias estatales y la burocracia pública pueden reclamar mayor participación. Y esas agencias y esa burocracia, incluyendo la justicia y los órganos de control, son las que definen cómo se adjudican los grandes contratos y a quienes se investiga.

Allí se cierra el círculo: quien controla el aparato estatal controla los recursos y la impunidad. Así es que se gobierna a Colombia y no hay razón para esperar que quienes cierran el círculo, la élite política a cargo del estado en Bogotá, vaya a cambiar las cosas cuando son los principales beneficiarios.

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