¿Homicidios de ciudad enferma?

Esta semana apareció el cadáver de una mujer metido en una maleta de viaje y dentro de un carrito de supermercado. Estaba junto a una caja de gaseosas. Fue en el barrio Campo Valdés, en la ladera nororiental de Medellín.

Ya en mayo pasado las autoridades encontraron otros dos cuerpos, también enmaletados, en los barrios Olaya y Estadio, al occidente.

En marzo de este año, en Caldas, sur del área metropolitana de Medellín, un exsoldado profesional recién salido de la cárcel asfixió a su suegra y descuartizó a su hija de 17 años. Había pagado una condena de 28 años por otro feminicidio a puñaladas.

En noviembre pasado, un italiano y su esposa fueron sacados de su apartamento y aparecieron en dos despoblados con señales de tortura y asfixia mecánica. En junio de 2014, apareció el cuerpo desmembrado de un fiscal en los alrededores de la Autopista Medellín-Bogotá.

En un ritual satánico, en enero de 2013, en Aranjuez, una mujer le succionó los ojos a su hijo de seis años y lo mató delante de su hermanito de dos años. En septiembre de 2010, en el barrio Jardín, otro sujeto asesinó a su expareja y luego ahogó a su niña de cinco años dentro de la lavadora.

En abril de 2009, después de una fiesta a puerta cerrada, en el barrio Boston, las dos acompañantes de un hombre aparecieron metidas en canecas llenas con cemento. El caso no se ha resuelto.

Se trata de hechos aislados, protagonizados por autores totalmente desconocidos entre sí y con móviles disímiles. En años y lugares diferentes del Valle de Aburrá. Pero son todos homicidios aterradores.

Algunos han sido rompecabezas muy difíciles de armar para las autoridades policiales y judiciales, y otros han sido asesinatos evidentes que reflejan un odio y una premeditación inquietantes.

Medellín ha crecido a ritmo vertiginoso los últimos 15 años. Con gente llegada de tantos lados del país y del exterior. Y ya corren bajo sus aguas ciertas manifestaciones asesinas más allá de las asociadas al crimen organizado y su violencia barrial. Tampoco se originan en el conflicto armado interno que azota al país hace más de medio siglo.

O al menos, los homicidios que reseñé no tienen esos orígenes y apariencia inmediatos. Más bien se asemejan a la intolerancia de una sociedad que reclama afecto y cuidado mental. Que requiere el trabajo intenso y de gran penetración social de sicólogos y siquiatras. A veces, al salir a la calle, se advierten muchos rostros desencajados. Molestos. Odiosos. Ensimismados. Y uno siente esa perturbación que en algún momento estalla en estas brutalidades.

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