Humillaciones

Conmemoramos esta semana un aniversario del más ignominioso episodio de nuestra historia reciente. La Corte Suprema de Justicia fue masacrada por un comando terrorista del M-19, organización criminal al servicio del capo Pablo Escobar.

En el asalto, soldados y policías perdieron sus vidas defendiendo la institucionalidad. Secretarias y empleados administrativos cayeron por cuenta de la acción demencial de la banda criminal.

29 años han pasado desde ese infausto atentado contra nuestra sociedad. Los victimarios se desmovilizaron, entregaron las armas, se reincorporaron a la civilidad y hoy gozan de todas las garantías para ejercer libremente sus derecho políticos.

Los militares que contuvieron heroicamente a los asaltantes, no solo fueron exaltados en su honor, sino que, como si se tratara de los peores criminales de la historia de la humanidad, fueron llevados al cadalso, humillados y acoquinados.

Mientras la justicia descargaba toda su ira contra quienes defendieron y mantuvieron la democracia –frase célebre del coronel Plazas Vega, los terroristas han pasado de agache. Siguen sin ofrecer excusas por la barbarie que llevaron a cabo. Y han ido más allá: han concentrado todos sus esfuerzos en lograr que nuestros militares sean confinados en las cárceles que estaban reservadas para ellos.

Mucho se ha escrito sobre lo sucedido aquel 6 de noviembre. Claro está que el M-19 estaba haciéndole un mandado a Pablo Escobar. Había que prenderle fuego a los expedientes que contra él cursaban en la Corte Suprema precisamente el día que la sala constitucional discutía la legalidad del tratado de extradición suscrito entre Colombia y los Estados Unidos.

Era una Corte Suprema admirable. Los más excelsos juristas hacían parte de ella. Fueron hombres que a pesar de las amenazas de la mafia no pignoraron su criterio ni su moral. Preferían morir antes que entregarse a la voluntad del hampa. Cayeron víctimas de unas balas impregnadas de cocaína. Recordando el tristemente célebre de los extraditables, nuestros magistrados prefirieron una tumba en Colombia en aras de lograr que los narcos tuvieran una celda en los Estados Unidos.

Alfonso Plazas Vega, que era el comandante de la Escuela de Caballería recibió la orden de desplazarse en unos carros blindados al lugar de los hechos. Luego, la orden fue la de ingresar al Palacio de Justicia con el fin de crear un escudo que protegiera a los soldados que luchaban en el primer piso del recinto. Ordenes, todas fueron ordenes que Plazas cumplió obedientemente, seguramente signado por esa premisa del cuerpo castrense que dice que las “ordenes se cumplen o la milicia se acaba”.

Cuando cesó la pesadilla, el heroico oficial tomó la carrera séptima hacia el norte de la capital colombiana. Durante el trayecto miles de bogotanos se botaron a las calles a aplaudirlo, a lanzarle vivas a un ejército que resultó victorioso en aquella triste jornada. Mujeres lanzándoles flores a los soldados, niños saludándolos blandiendo improvisadas banderitas con el tricolor nacional. Todo el pueblo emocionado entonaba el himno nacional al paso de nuestras tropas. Era el homenaje que merecían nuestros hombres.

¿Quién se iba a imaginar que 29 años después Plazas Vega y el general Arias Cabrales irían a estar condenados por la justicia? Colombia le pagó a nuestros oficiales con la moneda equivocada. En vez de cubrirlos de medallas, los llenamos de humillación. Colombia ha castigado con pruebas fantasiosas a quienes con todo valor impidieron que el M-19 y Pablo Escobar se tomaran el poder aquel 6 de noviembre de 1985.

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