Ilegitimidad política total

Con sus decisiones y omisiones, la Corte satisfizo los intereses políticos del Gobierno y el Congreso. Tanta argucia jurídica pretende legitimar el proceso de paz pero no lo logra, porque lo que lo afecta es su gran debilidad política.

Nuestros conocidos déficits de legitimidad, se fueron profundizando hasta volver el sistema político completamente ilegítimo por su origen y su comportamiento. Por su origen, porque todas las elecciones, en mayor o menor grado, son producto de la presión y coacción oficiales, también del sector privado y de organizaciones criminales, del fraude y la compra de votos. Esta situación se refleja, en la conducta de los elegidos y las administraciones que presiden, sobre las que influyen y que deberían controlar políticamente.

Lo anterior, que es evidente en el caso de las Ramas Legislativa y Ejecutiva, en sus diferentes niveles, se ha trasladado a la Judicial, porque hay un cordón umbilical entre la clase política y la administración de justicia, que ha terminado politizando esta última. El Congreso, en efecto, elige una de las salas del Consejo de la Judicatura, corporación que elabora las listas de candidatos a la Corte Suprema y el Consejo de Estado, administra la carrera judicial y dispone todo lo relacionado con la organización y funcionamiento de la Rama, a más de que ejecuta sus billonarios presupuestos. Lo que se dice del Consejo de la Judicatura es válido, en proporción variable, para el organismo que lo remplace y que será designado por el Senado, según el Acto Legislativo llamado de Equilibrio de Poderes, cuya suerte final no ha definido la Corte.

Esas espúreas relaciones política-justicia mataron el Consejo de la Judicatura y han puesto la Corte Constitucional y el Consejo de Estado a recorrer el mismo camino, en razón de decisiones con las que olvidaron las obligaciones que imponen los conflictos de interés, porque, en el caso de la Corte, sus magistrados deberían declararse impedidos en los asuntos que decidan la validez jurídica de los actos que expidieron las autoridades que los postularon y las que los eligieron, y, en el caso del Consejo, de los asuntos que interesen a las autoridades que tienen vinculados como contratistas a familiares cercanos de quienes deciden la suerte de esos actos. El de las Cortes de un capítulo más del proceso en curso que agrava la ilegitimidad del sistema político porque difícilmente se pueden encontrar situaciones más críticas que las que se han creado.

Como no es el primero ni el último de los que han tenido o tendrán lugar en Colombia, vale la pena recordar que los procesos exitosos que hemos logrado se ha propuesto fortalecer el Estado de derecho y la institucionalidad democrática. El plebiscito de 1957 se votó para terminar la violencia política de la guerra civil no declarada entre liberales y conservadores y para que volvieran a regir la Constitución de 1886 y sus instituciones que habían desaparecido, entre otras, las elecciones presidenciales y de congreso, también las de asambleas y concejos. La elección de la Constituyente del 91 se hizo para que el M-19 se desmovilizara y reinsertara y para que el sistema político recuperara la capacidad de autoreformarse que había perdido (habían fracasado la pequeña constituyente de López, el acto legislativo 1 del 79 de Turbay y los proyectos de reforma de Betancur y Barco).

En cambio, el proceso en curso, viola las reglas de juego, atenta contra la separación de poderes, compromete la independencia de la justicia y pretende reemplazar el gobierno de leyes por el de personas. Como el pueblo diría la última palabra, el gobierno decidió que el Acuerdo firmado en La Habana sería refrendado por la ciudadanía. Con tal fin, la Ley 1745 cambió las normas de la estatutaria 1394, pero no lo hizo para todos los referendos sino única y exclusivamente para el de Santos. Gobierno y Congreso legislaron con nombre propio. Pero como poco tiempo después consideraron que el referendo era un suicidio político, decidieron que lo que debían convocar era un plebiscito, para lo cual cambiaron la Ley Estatutaria 1757 por la 1806, que tampoco regula todos los plebiscitos sino el que tenga por objeto apoyar el Acuerdo habanero. Nuevamente se expidió legislación adhoc, que también castigó el umbral. Siempre hemos prohibido que los funcionarios públicos participen en política. Pero como urgía que ministros y otros dignatarios del Estado, así como todos los alcaldes y gobernadores, hicieran la campaña del plebiscito, la citada Ley 1806 autorizó tal intervención en política pero no para todos los plebiscitos sino para el que interesaba a los padres de la nueva ley. Todo lo anterior lo validó la Corte Constitucional a pesar de que es bien conocida su jurisprudencia que prohíbe al congreso reformar la constitución y legislar con nombre propio.

Con las reglas de juego que amañaron el Gobierno y sus mayorías en el Congreso y la Corte, se votó el Plebiscito y para sorpresa general ganó el NO. Pero esa victoria, obtenida contra la presión y el abuso de los factores de poder públicos y privados, el derroche de dineros oficiales, la conversión de los despachos públicos en jefaturas de debate, no produjo ningún resultado político ni jurídico, porque las instancias oficiales se dedicaron a desconocer sus resultados, diciendo primero que fueron producto de la mentira y el engaño y luego, precipitando decisiones que, como las antes referidas, deslegitiman el sistema político.

El Congreso aprobó el Acto Legislativo 1 de 2016 que crea el fast track y la ley habilitante y que incorpora textos redactados en La Habana. Fast track es el procedimiento exprés que empezó a utilizar el congreso para expedir reformas constitucionales y leyes. Los procedimientos que las constituciones establecen para el trabajo de sus congresos o parlamentos no son normas meramente adjetivas o procesales, sino reglas de juego que hacen parte del acuerdo sobre lo fundamental, porque contienen obligaciones y garantías para todos los actores de la vida pública, por lo cual son texto constitucionales, no mera resolución de la mesa directiva de las Cámaras, ni acuerdo de las bancadas o decreto del gobierno. Sin embargo, nuestro Congreso tuvo a bien cambiarlas con nombre propio, para no perder la costumbre. Otro tanto hizo con la creación de la llamada ley habilitante que faculta al Presidente de la República para expedir mediante decretos con fuerza de ley las medidas que a su juicio faciliten y aseguren la ejecución del Acuerdo Final. Con algo de pudor y para no perder la vergüenza del todo, el Congreso también dispuso que lo aprobado sólo regiría a partir de la refrendación popular del Acuerdo.

El fast track y la ley habilitante rompen la separación de poderes y acaban con la independencia de las Cámaras. La Corte olvidó que dentro del llamado equilibrio de pesos y contrapesos, propio de todos los Estados de derecho, a ella le corresponde ser el contrapeso del peso del Congreso y el Gobierno, cada vez que éstos se excedan en el ejercicio de sus atribuciones. Decidió que el Congreso no había sustituido la Constitución, como ella misma y cortes anteriores lo habían sentenciado frente a reformas de menor contenido y alcance, en aplicación de principios sentados desde las sentencias C-222/97 y C-551/03. La Corte había decidido que el Congreso sustituía la Constitución si el Congreso eliminaba privilegios de sus magistrados creando, por ejemplo, la Comisión de Aforados que reemplazara la ineficiente Comisión de Acusaciones de la Cámara, pero sentenció que no la sustituía si violaba la separación de poderes y la supremacía constitucional.

La Corte tenía la obligación de precisar cuál era la refrendación popular que necesitaba el Acuerdo para que empezaran a regir el fast track y la ley habilitante. No lo hizo, porque no hubiera podido decir nada distinto a que era necesario convocar otro plebiscito o un referendo, pero como esa no era su decisión política, tampoco guardó silencio, sino que enumeró parámetros y situaciones que le permitieran al congreso establecer, como en efecto lo hizo, que las Cámaras de tiempo atrás habían cumplido el requisito de la refrendación. Con sus decisiones y omisiones la Corte satisfizo los intereses políticos del Gobierno y el Congreso.

Tanta argucia jurídica pretende legitimar el proceso. No lo logra, porque lo que lo afecta es su gran debilidad política, en la medida en que no representa la voluntad mayoritaria de la Nación, ya que no es una política de Estado, sino la política de un gobierno, el de turno, y los partidos que lo apoyan, contra las fuerzas políticas y los sectores ciudadanos que cuestionan sus desarrollos y alcances. Hace años López Michelsen lo advirtió: “El desafío de la paz es demasiado grande para que lo asuma un solo sector del conglomerado social…debe ser empeño de toda la ciudadanía y tarea común…el liberalismo debe estar presto a secundar soluciones de paz basadas en el respeto a las opiniones de todos los sectores”.

Los procesos de paz antes citados fueron exitosos porque reflejaron políticas de Estado. Eso explica que en el plebiscito del 57 haya participado el 75% del cuerpo electoral y que el SI haya obtenido el 95% de los votos. Y en la votación de la Constituyente, que también fue política nacional, ocurrió hecho político destacable: como el país quería que el M-19 se reinsertara y el eme participó, sin poner condiciones ni hacer exigencias, en igualdad de condiciones con los demás actores de la vida pública, la ciudadanía reconoció su actitud y eligió 19 candidatos suyos de los 70 que integraban la Corporación.

El proceso en curso en ningún momento ha sido política de Estado, a pesar de que tenía más obligación que los anteriores de ser gestión que involucrara a todas las fuerzas políticas y sociales de la nación por la profundidad y complejidad de lo que se negoció durante 6 años. El acuerdo Liberal-Conservador del 57 cupo en 2 páginas. Lo mismo que el que se celebró con el M-19 y negoció con las Farc en 1984. Así ocurrió porque en ninguno de ellos se pactó lo que ahora consta en 310 páginas y bien puede servir como plataforma política y programática de uno o varios partidos. Por la razón anotada William Ospina escribió: “Colombia lleva décadas aplazando las grandes reformas que necesita, pero está claro que no puede ser con la guerrilla con quien se acuerden esos cambios, pues tiene que ser con la ciudadanía pacífica que paga sus impuestos, respeta la ley y exige un verdadero proyecto de modernidad”.

El proceso tuvo la oportunidad de volverse política de Estado con los resultados del Plebiscito que llevaron al Presidente Santos a declarar el mismo 2 de octubre que todos éramos amigos de la paz, incluidos los que habíamos votado NO, y a ofrecer la celebración de un gran acuerdo o pacto político nacional que en forma inmediata y de manera positiva fue aceptado por las Farc y el Centro Democrático. El Presidente debía liderar la celebración de dicho pacto, lo cual no quiere decir que tuviera que imponer su voluntad. Lo anterior, infortunadamente, fue flor de un día, porque la fuerza moral del Nobel de Paz no fue utilizada para impulsar la conclusión del pacto. Las conversaciones se delegaron y subdelegaron y el Gobierno terminó cumpliendo el papel de mero razonero (recogía inquietudes en Bogotá y las llevaba a La Habana), cuando lo que convenía era la organización de una mesa tripartita -Gobierno, Farc y oposición- y no el manejo de 344 incisos o parágrafos sino el de 4 o 5 grandes temas.

Ahí está el origen de las decisiones y situaciones atrás resumidas y que deslegitiman aún más el proceso, porque continúa sin el respaldo ciudadano que requiere y deslegitiman también el sistema político, porque pusieron al Congreso y a las cortes a buscar el ahogado río arriba. Si el proceso no tuviera las fallas políticas que tiene, su implementación en el Congreso marcharía sobre rieles sin necesidad de fast track ni de ley habilitante.

Llegamos, entonces, al 2017 con el país polarizado, casi que fracturado políticamente, y con un proceso que continuará marcando la agenda pública. Como nada indica que la situación vaya a cambiar, vale la pena preguntarse cómo reaccionará política y electoralmente una ciudadanía que paga las consecuencias de la ilegitimidad del sistema político, por lo cual no cree en nada ni en nadie, o en muy pocos y muy poco; que todos los días recibe noticias sobre casos de corrupción que hace rato pasó la raya roja de sus justas proporciones; que ve cómo la destorcida económica se atribuye a causas externas, pero cuando hay algo de recuperación se dice que obra de la gestión que cumplen las autoridades locales; que no cree en los partidos tradicionales ni nuevos, porque sabe que los financia el Estado y les concede ventajas, pero son meros paraguas electorales que avalan candidaturas.

Lo anotado es caldo de cultivo para campañas que todavía no se definen. Hasta ahora, las Farc son la única organización que tiene proyecto político y estrategia para lograrlo, de los que el proceso de paz es pieza maestra, como lo ha dicho su asesor Enrique Santiago. El paso del tiempo dirá si consiguen sus objetivos.

El establecimiento cohabita con las situaciones existentes. A los partidos sólo les interesan los puestos, los contratos y la mermelada. Confían en que son dueños de los votos clientela que movilizan sus maquinarias y de los que compren. Por eso ninguno dice que hay detrás de la montaña ni dónde está la salida del túnel. Ni siquiera proponen algo que llame la atención. Ese vacío político y falta de liderazgo no lo están llenando otras instancias sociales: la academia, la sociedad civil organizada, los sindicatos, los centros de estudio, los gremios, las iglesias.

El año político que empieza y termina con las votaciones del 2018 está lleno de incógnitas. Tiene más preguntas que respuestas. ¿Cuáles serán los desarrollos concretos de la desmovilización de las Farc? ¿Qué ocurrirá en los extensos territorios que ocupaban como organización rebelde? ¿Cuál será el contenido de las campañas que se adelantarán? ¿Seguirán esquemas conocidos o acudirán a nuevas formas de trabajo y proselitismo?

La votación del Plebiscito demostró que existen amplios sectores sociales, en todo el país y todos los estratos, profesiones y oficios, que no comulgan con las verdades que se promulgan desde las capillas oficiales, que no tragan entero (diría Alfonso Palacio Rudas), que se cansaron de las mentiras y prácticas del régimen de que habló Álvaro Gómez Hurtado, y que hacen valer su indignación desobedeciendo gastadas voces de mando. El NO que también fue un voto de protesta, de rechazo y de castigo, fue igualmente auténtica y genuina voz ciudadana que se expresó, inclusive, con las reglas de juego que impuso la contraparte. No fue producto de la tergiversación, el engaño y la mentira como se dijo desde tribuna presidencial y terminó creyéndolo distraída pero bien interesada Consejera de Estado. Fue expresión democrática que obliga tanto como si hubiera favorecido a quienes detentaban el poder.

Tampoco fue acto populista, porque no buscaba sustituir una forma de gobierno, para muchos responsable y seria por otro bien distinta, ni cambiar la orientación de la que se tenía, ni a los titulares de los cargos oficiales para que adoptaran modelos diferentes. Simplemente expresó serios reparos y cuestionamientos a documento negociado en secreto por voceros del gobierno durante 4 años y pidió su modificación.

Pero como había que ponerle conejo al NO, mamarle gallo según conocida expresión garciamarquiana, se desconoció la voluntad popular. Por eso el Presidente Santos declaró algo que también enrarece el clima político: “Estas y otras modificaciones, como he dicho, no cambian en forma sustancial la esencia del acuerdo original”.

Tampoco es válido afirmar que esa legítima expresión popular amenace la democracia y sus instituciones, ni que ponga a prueba su credibilidad. Todo lo contrario. Las fortalece porque obliga a los gobernantes, a los dirigentes políticos y a los responsables del ejercicio de cualquiera de las múltiples formas de poder propias de las sociedades modernas, a cumplir sus deberes y obligaciones en debida forma, a servir la comunidad y a combatir la corrupción en todas sus manifestaciones, so pena de ser objeto de severa sanción ciudadana, como ocurrió en el 2016 y puede volver a ocurrir en el 2018.

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