Impunidad sin remordimientos

Cuando la izquierda venezolana en un arranque de infantilismo creyó que el camino para construir una sociedad más libre y más justa era emular la guerra de guerrillas que Fidel Castro montó en la Sierra Maestra cometió una gran equivocación político-militar que le costó muy caro al país, tanto en vidas como en recursos. Los mejores tiempos de la democracia y muchos talentos de ambos lados de la contienda se perdieron.

Abundaron los excesos de lado y lado: terrorismo, asesinatos, secuestros, emboscadas, torturas y demás acciones y abusos de una guerra que por su carácter no convencional afectó de manera desproporcionada a la población civil, en especial a los más indefensos.

Mucho después de la derrota algunos de los responsables se limitaron a declarar que lamentablemente se habían equivocado, que muy al contrario de lo que habían supuesto cuando empezaron las primeras acciones subversivas, las condiciones no estaban dadas y que, contrario a lo que supusieron los teóricos del marxismo-leninismo, es imposible crear las condiciones, etc., etc. Todavía quedan algunos habitués de cafetines y barras de botiquín que amanecen intentando explicar la razones del fracaso de la lucha guerrillera en América Latina, desde México hasta el último callao del Cono Sur, sin importar cuántos hayan leído los apuntes del Che y cuántos llevaran Las venas abiertas de América Latina en el morral.

De la boca de los que fueron responsables de la aventura guerrillera, ni de los vivos ni de los que fallecieron, se escuchó nunca algo que sonara a autocrítica o a arrepentimiento. Apenas farfullaban una especie de explicación, de justificativo que nunca tuvo nombres y apellido, y que con el tiempo se ha tratado de resolver como otro error de la juventud. Han llegado a decir que fueron los jóvenes, tanto del PCV como de la juventud de AD que luego devino en el MIR, los responsables de que los viejos accedieran a tomar la vía de las armas.

Ni a los viejos, que fueron los primeros en admitir la derrota luego de las elecciones de 1973, ni a los más jóvenes, que todavía en 1973 creían que la montaña y las guerrillas urbanas eran la vía revolucionaria de llegar al poder, se les ha escuchado todavía, más de 40 años después, para unos, y 50 para otros, una disculpa. Ni los que saltaron la talanquera, ni los que se pacificaron ni los que haciéndose los locos se fueron incorporando progresivamente en la vida democrática pidieron perdón por las muertes causadas, las familias desechas ni por ninguno de los muchos estropicios causados. Tampoco nadie se los exigió.

Sin ir más lejos, el protector de Miranda, el actual canciller Elías Jaua, ni el muchacho grandote que lo acompañaba en la década de los noventa en la tiradera de piedra de todos los jueves en la plaza de las Tres Gracias, que era hijo de la conserje del edificio diagonal a la iglesia San Pedro, han pedido disculpa por los daños causados. El primero no ha dicho que ahora que tiene dinero y posición política les va a pagar a sus dueños los camiones que quemó, los autobuses que volvió cenizas y que se va a poner a la orden de la Fiscalía para que determine si alguien falleció porque no pudo llegar al Clínico porque la vía estaba cerrada por una candelita. Jaua no ha pedido que lo perdonen ni se ha hecho la autocrítica por los daños causado por sus ejecutorias como encapuchado. Tampoco se ha deslindado de ese método de lucha. Al contrario, cada vez que puede lo reivindica y justifica.

Hay hechos más graves y notorios, como el ataque al tren de El Encanto, una operación terrorista planificada por Guillermo García Ponce y ejecutada por Luis Correa, “el Catire”. Ninguno de los dos pagó cárcel por ese hecho ni mucho menos se disculpó. Mientras García Ponce trató de mantenerse en las sombras, Correa con mucha responsabilidad reconoció que había sido “el Catire” al mando de la operación y no “el Catire” Teodoro Petkoff. También fueron graves y notarias las acciones golpistas del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992. Aunque uno de los jefes se hizo responsable, no pidió perdón por las muertes causadas ni ninguno ha dado muestras de arrepentimiento. Al contrario, todos se pavonean orgullosos.

Abunda en los correajes gubernamentales gente que en el nombre de la revolución ha cometido delitos de todo orden: secuestros, atracos a bancos, actos insurreccionales, robos y demás tropelías, hasta han empujado ancianitas, pero ninguno se ha mostrado arrepentido ni ha pedido perdón. Muchos de ellos han asomado la cara y a todo grito han manifestado su opinión contraria a la amnistía, al perdón de los pecados políticos cometidos por otros, niegan a los demás la generosidad que sí recibieron ellos. Presto vara para medir y ser medido.

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