Indiferencia en elecciones importantes

Lo que se sugiere es pensar en la posibilidad de una autoridad máxima electoral, que no dependa de los vaivenes partidistas ni de los congresistas.

Unos dicen que fue una victoria de la izquierda. Otros, que ganó el Gobierno, pero que su triunfo fue “agridulce”. Resultados de difícil interpretación. El titular de EL TIEMPO lo dijo todo: ‘¿Quién ganó con la elección del Consejo Nacional Electoral?’.

Todos perdieron y todos ganaron un poco, parecería ser la respuesta. Si ello es así, habría ganado la democracia. Debería preocupar, sin embargo, que las elecciones para el máximo tribunal electoral estén sometidas a tan crudos cálculos políticos.

En cifras claras, la composición del Consejo Nacional Electoral quedó así: dos miembros del partido de ‘la U’, dos liberales, dos conservadores, uno del Centro Democrático, uno de Cambio Radical y otro de las minorías (Polo y Verde). Elegidos por el Congreso, su conformación reflejaría la representación de los partidos en las cámaras legislativas.

¿Debe estar el Consejo Nacional Electoral sometido a los vaivenes partidistas?

Es paradójico (o sintomático) que la integración de la suprema autoridad electoral del país no parezca despertar mayor interés en el debate de opinión. En buena parte, ello es el resultado del desprecio intelectual hacia las formalidades democráticas.

No conozco una historia moderna de los organismos de vigilancia electoral en Colombia (lo más cercano es un estudio publicado con ocasión del centenario de la Registraduría). En el siglo XIX fue común, aquí y en la gran mayoría de los países que experimentaban con instituciones representativas, que las disputas electorales de la nación las resolviesen los congresos.

Con el paso del tiempo, las funciones de control se pasaron a cuerpos separados del parlamento, en búsqueda de autonomía frente a las luchas partidistas. Se acudió a fórmulas a ratos complejas, sin solucionar los problemas. Bajo la Hegemonía Conservadora (1886-1930), las asambleas departamentales mantuvieron un peso de enorme significado en la designación de las autoridades electorales.

Algunos científicos sociales argumentan que la consolidación de las democracias está ligada a la institucionalización de tales autoridades. Los buenos éxitos democráticos de países como Costa Rica y Uruguay se explicarían por la emergencia de tribunales independientes de los partidos. Similarmente, los desarrollos mexicanos de las últimas décadas están atados al establecimiento del Instituto Federal Electoral.

No hay sistema de nombramiento ni elección perfecto, como lo comprueba la historia colombiana, donde se ha experimentado con toda suerte de arreglos desde la Independencia. Pero hay sistemas mejores que otros, sobre todo para garantizar la autonomía de nombrados o elegidos.

El que los partidos se fiscalicen unos a otros obedece a una lógica nada despreciable. Un organismo de control, como el Consejo Nacional Electoral, con el mayor número de partidos representados en su seno, es claro, es superior a otro donde solo uno o dos partidos tengan asiento. ¿Pero no ha llegado el momento de repensar su naturaleza y la forma de integrarlo?

Convertirlo en apéndice del Consejo de Estado, como lo ha sugerido el senador Álvaro Uribe, no me parece el camino. Pero es una opción que debe considerarse al lado de otras.

No es el propósito aquí cuestionar la idoneidad o independencia de quienes acaban de ser elegidos por el Congreso. Lo que se sugiere es pensar en la posibilidad de una autoridad máxima electoral, que no dependa de los vaivenes partidistas ni de los congresistas, con interés propio en el asunto. ¿Es acaso una de las medidas contempladas en la anunciada reforma para equilibrar los poderes? Tendría que serlo.

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