Inocencia masacrada

El creciente protagonismo de la niñez en el terrorismo es una desgracia mayúscula. En algunas naciones como víctimas y en otras incluso como victimarios, los menores están en primera línea de las noticias que llenan de sangre a la geopolítica.

El Estado Islámico recluta infantes que apenas sí pueden caminar e inmediatamente les trenzan un rifle. El adoctrinamiento es absoluto en su autoproclamado califato y la formación de menores asesinos revela una vez más la crudeza de sus métodos.

En medio de su macabra propaganda el EI publicó hace unas semanas un video en el que un niño de entre 10 y 12 años aparentemente ajusticia a dos espías rusos. El menor, de cabello largo, ya había salido en otro informe anunciando su deseo de asesinar infieles. Su inocencia, perdida, fue reemplazada por una sangre fría que hiela huesos.

En Nigeria, el grupo Boko Haram enarbola también la lucha del fundamentalismo islámico. Con menor despliegue mediático que el Estado Islámico, el grupo africano adelanta una de las masacres más pavorosas de las últimas décadas en la que los niños son tristes protagonistas. Su ley fundacional, que etiqueta a la educación occidental como pecado, los lleva a reclutar, secuestrar y asesinar pequeños.

En abril del 2014 el grupo raptó a más de 200 niñas de una escuela. Solo 53 lograron escaparse de sus captores y del resto se desconoce su paradero luego de que el líder de la organización asegurara que serían vendidas en el mercado negro de esclavas. Las narraciones que dan cuenta de violaciones y ultrajes superan en horror a la peor de las pesadillas.

La semana pasada, Amnistía Internacional reveló lo que sería el más sangriento ataque de Boko Haram en su historia tras arrasar pueblos enteros y masacrar cerca de 2.000 personas a su paso. El gobierno nigeriano, criticado por su inacción, asegura que el número de muertos fue mucho menor (150) aunque la destrucción de la zona fue evidenciada incluso satelitalmente. En la matanza, los pequeños estuvieron como objetivo primario.

Niños que matan y niños que mueren. Una infancia asesinada por el fanatismo religioso, con menos eco mediático que el de otras tragedias, pero cuya desgracia supera con creces a cualquiera otra de la que tengamos razón. Es, al fin y al cabo, el asesinato de la infancia y de la esperanza.

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