La caducidad de Maduro

Injustas penalidades del pueblo venezolano

Aprestarse a retomar el camino democrático

Para nadie es secreto que el régimen venezolano es insostenible. Y no porque el precio del petróleo esté en el sótano y la gira del presidente Nicolás Maduro, por el Oriente, haya fracasado estruendosamente en su recuperación y estabilización, sino porque de antemano la decadencia, vacuidad y corrupción gubernamentales han llevado a su erosión e inviabilidad.

En efecto, todo régimen, cualquiera sea, debe propender, en primer lugar, por el bienestar del pueblo. Y es en ello, precisamente, donde se denota el desengaño general. Es francamente lamentable, a todas luces una ignominia histórica y universal, que un país con la riqueza económica de Venezuela tenga a sus habitantes haciendo gigantescas colas para acceder a los productos de primera necesidad como azúcar, leche y medicinas, entre muchos otros. Ello es fácil predecirlo en cualquier nación con recursos exiguos, pero no en un territorio al que tocó en suerte una de las riquezas más plausibles del orbe. Una riqueza deteriorada por la corrupción generalizada del régimen de turno, cuyo fundamento de quiebre, precisamente, se basó en la precaria ética de los partidos políticos a los que desplazó. Ese pecado insalvable, haber entrado a saco en el tesoro nacional, cuando la promesa proclamada una y mil veces era la contraria, es una mácula irredimible cuyo desgaste ya no es tolerable. El enriquecimiento de los detentadores del régimen, mientras el pueblo no solamente sufre la veda alimentaria sino una desbordada inflación del 64%, resulta una satrapía.

Sea por ello, por supuesto, que los venezolanos, en un 80%, quieren el cambio. Nadie puede estar, desde luego, satisfecho con un salario que en cosa de meses se reduce, por la presión inflacionaria, a cenizas.  La culpa es del régimen y de nadie más. La ineficacia administrativa, cuyo dictamen principal desde hace décadas ha consistido en quitar todo oxígeno a la empresa privada, ha quedado expósita ante los ojos de todos los venezolanos y del mundo. Ni siquiera el capitalismo de Estado, embeleco que podría servir de díscolo propósito al cacareado socialismo del siglo XXI, fue llevado a cabo con algún rigor. Mucho menos pensar siquiera en híbridos político-económicos como los de China o Vietnam, con todas sus falencias, esas sí vigentes en Venezuela, en derechos fundamentales y libertades políticas. No hubo inversiones, sino que se regaló el petróleo a tutiplén en busca de respaldos internacionales en la actualidad ya inocuos. En tanto, hoy existe un dólar paralelo treinta veces más caro que el oficial. No es pues que allí exista el denominado castro-chavismo, un adjetivo bastante benevolente para la masa amorfa de un régimen cuyos tentáculos se desenvuelven autónomos de cualquier cuerpo institucional y orgánico, al estilo del arcaico y lesivo nacionalsocialismo. Venezuela, a desgracia del pueblo venezolano, no es hoy siquiera una caricatura de Cuba, pese a todos los esfuerzos por parecérsele. Tampoco es populista, agotada la cantera de la compra de conciencias. Cercado por la impopularidad está más que demostrado que Maduro no es la persona para sufragar lo que se viene.

Al borde del “default”, el pueblo venezolano debe aprestarse a una época todavía más compleja. Lo que es injusto. Maduro todavía está en la posibilidad de citar a la unidad nacional para salvar la hecatombe. Ojalá su orgullo y pocas miras lo dejaran.  Sus llamamientos al diálogo, de hace un año, sin embargo, no fueron más que cantos de sirena para ganar un tiempo que terminó desperdiciando. De modo que en la agenda, como sostuvo ayer la oposición, debe estar su retiro. Sería, claro, una actitud patriótica de esas que no suelen verse en los territorios latinoamericanos. En tanto, el pueblo venezolano tiene que retomar las calles como lo ha hecho con una dignidad y paciencia notables en otras oportunidades.

El peor peligro, por descontado, está en que la resolución del agobiante incordio político termine en sangría y depredación. En absoluto, se lo merecería Venezuela. En ello las Fuerzas Armadas, que son allí el fiel de la balanza, sabrán cómo y en qué sentido actuar, siempre con vocación de futuro, que no es precisamente la eternización de un régimen demostradamente caduco y retomando la democracia.

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