La crispación nacional

Uno tiene la obligación de respetarse a sí mismo. Y de honrar el mustio privilegio del voto. Las Farc temen el plebiscito con razón. Y uno teme lo irremediable aún tan incierto…

Colombia nos regala cada día una injuria que avergüenza hasta lo peor de uno mismo. Los secretos del ‘Bronx’ bogotano y la vida privada de los campamentos de las Farc colman el asco. Pero también es cierto que los colombianos nos solazamos agravando la realidad, ennegreciendo con los peores carbones al cóndor carroñero que nos sirve de ave emblemática. Y somos un país disléxico. Que lee al revés como los secantes de los tiempos de los encabadores de palo. Eso se ve en la lectura imperfecta que hacen los columnistas de la izquierda exquisita, por ejemplo, cuando afirman que el expresidente Uribe es enemigo de la concordia y que es un señor de la guerra, etc. Esa lectura confunde la interpretación de la historia con la histeria por afán de parecer políticamente correctos.

Hasta donde comprendo, el partido de Uribe pide un mínimo de justicia, verdad y claridad. Para que la paz quede bien armada (que la ambigüedad no sea profética), con dos piernas, y con todos los botones del chaleco de modo que no recuerde el de un loco con ínfulas napoleónicas. Y el país haría bien en considerar las señales de la segunda fuerza política del país. Un arreglo de paz con muchas hebras sueltas propiciará el retorno de lo mismo que aspiramos a superar. El espíritu de revancha. La vil emboscada. Veo a ‘Iván Márquez’ y me percato de los fondos biológicos del origen que nos hermana. Y me perdono muchas cosas.

Muchos colombianos sin importancia colectiva se sienten sometidos a un sucio chantaje con la amenaza de una guerra atroz si la sociedad no complace a los lumpen guerrilleros farquianos con una canonización heroica. Bendito sea mi Dios. Qué culpa tenemos nosotros de que extraviaran la vida en los atajos de la estupidez de los redentores para terminar de verdugos. Y emplearan sus existencias en la sangrienta inutilidad de los que solo son capaces de sembrar dolor porque embotaron la sensibilidad que nos humaniza.

Yo tampoco tengo la culpa de que los guerrilleros consiguieran convertirse después de cincuenta años de esfuerzos en los animales más odiados entre Leticia y Quitasueño. Pero en el negro fracaso universal de sus ideas marchitas y del juego de las fantasías macabras que cifraron sus vidas, pienso que son más merecedores de lástima que de odio. Y sobre todo por la incapacidad para pedir el perdón que quizás merecen por haber hecho de la actividad política una forma del envilecimiento personal sin querer, obnubilados por los brillos de una quimera, por candidez más que por perversidad, quién sabe.

Con todo y lo desabridas que sean las diatribas de Paloma Valencia, que además se ve tan bella hecha una furia, dicen una verdad. Aunque en vez de argumentar chirríe y en vez de razonar vocifere. El Presidente cuida sus palabras obligado por la majestad del Estado que representa. Los guerrilleros, condenados a ser como son por el terror de la culpa encapsulada que no se atreven a reconocer por cobardía, necesitan racionalizar el vandalismo en altruismo en una falsa sublimación del descalabro. Paloma pide claridad. Es justo que grite y brinque.

Sin embargo, creo que los indignados con las pretensiones olímpicas de la lumpen-guerrilla que nos tocó lidiar, en vez de patalear contra hechos cumplidos, haríamos bien en guardar las energías y ordenar las ideas para la fantasía del posconflicto. De modo que los hombres de ‘Timochenko’ cuyo nombre encierra un fraude reciban su merecido en ostracismo. Yo soportaré como pueda, tengo el estómago duro, la participación de las Farc en política y a sus comandantes babeando discursos veintejulieros. Pero juro votar siempre contra todo aquel que haya sido cómplice de un campo de concentración entre nosotros. Etc. Uno tiene la obligación de respetarse a sí mismo. Y de honrar el mustio privilegio del voto. Las Farc temen el plebiscito con razón. Y uno teme lo irremediable aún tan incierto…

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