La derrota, la rendición y el cambio

Cinco días. Ese fue el tiempo que le insumió a Cristina Fernández admitir una de las dos derrotas políticas no electorales más severas que sufrió en sus siete años de poder. Esa derrota derivó de la decisión de la Corte Suprema de EE.UU. de no querer lidiar con un litigio por la deuda externa argentina. Dejó vigente, de ese modo, el fallo del juez de primera instancia, Thomas Griesa, que dio la razón a los fondos buitre y condenó al Gobierno a pagar una cuenta que, por sus debilidades económicas, no está en condiciones de saldar. La Presidenta se asomó durante muchas horas al peligro de un default y a la incertidumbre sobre el final de su mandato.

Habría que reconocer que sólo la inminencia del abismo la detiene. Axel Kicillof, durante la prolongada duda, se lo hizo saber: “No hay otra salida que la de negociar”, repitió prudente cada vez que se encontró con ella. Carlos Zannini, el secretario Legal y Técnico, comulgó por una vez con el ministro de Economía. El otro episodio crucial sucedió en el 2008 cuando se consumó en el Congreso, con el rechazo de la resolución 125, el revés en el conflicto con el campo. Cristina, fogoneada por Néstor Kirchner, se propuso renunciar. Ambos frenaron cuando el entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández, persuadió: “Es una locura. Todo se derrumbará”.

También habría que reconocer la celeridad de la Presidenta para rehacer la historia. Hasta el jueves a la mañana estuvo cerrada a transar con los fondos buitre. Prevalecía en su ánimo el enojo por el revés judicial y el desafío imprudente de Griesa, al declarar que su conducta no le inspiraba confianza. Aquel enojo no tuvo que ver con ningún invento ni con una cuestión hormonal femenina, como ironizó en el acto del Día de la Bandera. Ella siempre fue y sigue siendo así: brama cuando la realidad le traza límites políticos.

Su negativa tuvo en vilo a todo el Gobierno y a una oposición que pareció flamear demasiado al compás de sus oscilaciones. Tanto fue el desvelo, que un ministro que no pertenece al círculo áulico pasó casi sin dormir la madrugada del jueves consultando a especialistas en el tema. Tratando de que alguna opinión calificada ayudara a convencer a Cristina que la única salida posible a la encrucijada era negociar.

Como ocurrió tantas veces, las decisiones de Estado se mezclaron de manera inconveniente con la política pequeña y la vulgaridad del kirchnerismo. Colaboraron para que eso pasara la palabra “extorsión” con que la Presidenta calificó por cadena nacional el fallo adverso de Griesa. O el insólito “no pasarán” contra los fondos buitre que disparó Kicillof en el Congreso. Cuando esos usureros, en verdad, habían pasado hacía rato.

Todo lo que hizo el ministro de Economía, en sentido contrario a una posible negociación, respondió a aplacar las destemplanzas de Cristina. Pero nunca dejó de hacerle un razonamiento breve que caló en el ánimo presidencial: “¿Cómo el Gobierno que levantó el default va a volver a entrar en default?” Cristina terminó aceptando en Rosario, recién el viernes por la tarde, que está dispuesta a cumplir con los bonistas que entraron en los canjes de la deuda.

Pero también con los fondos buitre.

Pidió a Griesa condiciones adecuadas para respetar ese compromiso.

Para muchos, tuvo casi el formato de una rendición.

Kicillof volvió a salir fortalecido en el interior del Gobierno. Tiene ahora peso político porque conduce la economía, aunque a esa economía no le vaya nada bien.

Esa situación del ministro, sin embargo, no alcanzaría para disimular la postura de fragilidad con que el Gobierno, en nombre de la Argentina, deberá presentarse ante Griesa y los fondos buitre.

Estos poseen una sentencia firme a su favor.

Aunque estén dispuestos a ceder, la suma final del posible arreglo se ubicaría más cerca de sus pretensiones que las del Gobierno, que tras pensar mucho tiempo en no pagarles propondría ahora quitas, bonos y algunas de las condiciones que aceptaron los bonistas voluntarios.

Sólo una notable impericia en la gestión y un pensamiento aldeano frente al inestable orden mundial podrían explicar esta dura realidad. Parece inconcebible que una nación que reestructuró desde su default US$ 144 mil millones se haya colocado en los umbrales de otra caída por US$ 1.300 millones y potenciales US$ 15 mil millones más. Resultaría todavía más inconcebible cuando se recuerda que en enero del 2006 Néstor Kirchner saldó de un plumazo, con reservas del Banco Central, US$ 10 mil millones que se adeudaban al Fondo Monetario Internacional y que no tenían vencimiento perentorio. La economía no sufrió por tal desprendimiento. El kirchnerismo utilizó para siempre ese gesto como la bandera política de un supuesto nuevo tiempo.

Una sobredosis de esa política pudo también haber empujado al Gobierno a la presente situación. El desendeudamiento como un dogma y el desorden del frente externo llevaron a la Presidenta a un consumo ilimitado de las reservas y de otras cajas del Estado. Arrancó el 2007 con US$ 52 mil millones en las arcas y hoy dispone de US$ 28 mil millones. Cuando el modelo comenzó a crujir se apresuró con los acuerdos en el CIADI, la compensación a Repsol por la expropiación de YPF y el pacto con el Club de París. Pero desatendió a los fondos buitre y quedó dependiendo de algún artilugio salvador de la Corte Suprema de EE.UU., que no llegó.

Aun partiendo del supuesto de que las instancias judiciales desfavorables a la Argentina hayan hecho prevalecer el lobby de las finanzas sobre el derecho, ocultado alguna intencionalidad política, o abierto incertidumbre sobre futuras reestructuraciones de deuda en el mundo, resultó sorprendente la inacción del Gobierno ante el pleito en desarrollo. Incluso se pavoneó con ese pleito meneándolo para quehaceres políticos internos.

“A los buitres ni un dólar”, dijo la propia mandataria. Hace doce años que Griesa sustancia el caso argentino. Nunca antes Cristina intentó hurgar una salida negociada.

Tal vez, porque la lectura acerca de lo que podía suceder resultó equivocada. También, porque descansó en un supuesto plazo que otorgaría el alto Tribunal que le hubiera permitido negociar desde una posición más cómoda. Sin la presión de los bonistas que aceptaron los canjes de la deuda, que ahora podrían encontrar un resquicio para reclamar nuevos resarcimientos si el Gobierno negocia el fallo de Griesa y satisface a los fondos buitre.

La Presidenta vaticinó un posible cimbronazo internacional a raíz de la derrota en la Justicia estadounidense, sin reparar en varias cosas.

A mediados de los 90, después de que Perú reestructuró su deuda, el fondo Elliott Management Associates, de Paul Singer, el mismo verdugo de la Argentina, inició una acción judicial contra el gobierno de Alberto Fujimori. Halló también en Nueva York un fallo favorable y otro desfavorable. Aunque logró, al final, un recurso de amparo que le permitió embargar las remesas que Fujimori giraba a los bonistas. El propio presidente decidió liquidar el problema pagando el total del reclamo de ese fondo buitre. Tampoco tuvo en cuenta que a partir de la experiencia argentina, al menos en Europa, se desarrolló una nueva ingeniería financiera en torno a la emisión de bonos. Grecia reordenó su deuda en el 2013, pero incluyó una cláusula que estipuló que a partir del 75% del reordenamiento ningún inversionista tenía derecho a una queja ulterior. Aquella presunta onda expansiva tampoco encontró, al menos hasta ahora, algún registro regional. Dos días después del fallo adverso para nuestro país de la Corte de EE.UU., Ecuador colocó un nuevo bono por US$ 2 mil millones de su deuda reestructurada (sin quita) en el 2008, a una tasa inferior al 8%.

La derrota de Cristina significa otra carga segura para la herencia que recibirá el gobierno que nazca en el 2015. A la negociación con los fondos buitre, cuyos resultados aún están por verse, deberá sumarse la compensación millonaria a Repsol y el abundante plan de pagos pactado con el Club de París. Pero aquel porrazo implica además el desmembramiento de otro tramo del relato de época que supo usar como formidable herramienta política, sobre todo desde su victoria del 2011. Resultó grotesco el contraste entre una militancia movilizada bajo consignas sepias de tono bélico (“patria o buitres”) y el dócil – aunque sensato– mensaje presidencial que sirvió para alejar el temor del default.

El Gobierno cuidó esta vez que aquel fervor militante no contaminara sus orillas. El papel de Washington quedó bajo el fuego de los manifestantes, pero la Presidenta se encargó de preservar la figura de Barack Obama. Quizá, porque deba necesitarlo no bien se abra el diálogo con los fondos buitre. También, porque el jefe de la Casa Blanca resultó determinante para que la Argentina pudiera acordar con el Club de París. Sin la intervención del FMI. Fue en ese momento cuando Cristina cumplió la contraparte: envió a la Corte estadounidense una carta en la cual garantizó que el Gobierno acataría cualquier fallo.

Obama logró que la Procuración de su país enviara dos notas a la Corte, solidarias con la postura argentina. Pero, aún sin caer en candideces extremas, los poderes institucionales en EE.UU. se suelen manejar con razonable autonomía. Algo que el kirchnerismo jamás sería capaz de comprender.

Share on facebook
Facebook
Share on google
Google+
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn

Buscar

Facebook

Ingresar