La distorsión del Plan

Yo te doy y tú me das…

La tradicional colcha de retazos

Cuando Álvaro Gómez introdujo la idea de la planeación económica seguramente pensó que iba a instaurarse la cultura de las metas en la política pública y la consecuente disciplina de los recursos presupuestales. Inclusive se trataba de enmendar lo que en la reforma de 1968 se había decidido, instituyendo la Comisión del Plan para que durante la hegemonía bipartidista del Frente Nacional el Congreso sugiriera obras regionales y que, sin embargo, terminó en el protervo abismo de los auxilios parlamentarios, la gran mayoría lenitivamente usados y causa principalísima para la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991.

Así, la tesis de compartir con el Parlamento el gasto público, cuya iniciativa y responsabilidad es exclusivamente del Ejecutivo, fue motivo lamentable para presiones indebidas, dislocando la política que terminó reducida a eso: yo te doy y tú me das… Una clara connivencia entre el Gobierno y el Legislativo que se inauguró hace décadas, trató de evitarse en la Constitución actual, pero que se ha mantenido en los llamados “cupos indicativos”, que antes se conocían como lentejas y hoy se conocen como mermelada. Y que no son más, de nuevo, sino la entrega non sancta  de una porción del gasto público a las indicaciones de los congresistas que, si fuera por el mecanismo limpio no sería necesariamente funesto, porque lo verdaderamente grave está en el hecho de que las sugerencias terminan siendo, las más de las veces, sustento esencial del carrusel de contratos entre los mismos parlamentarios, gobernadores y alcaldes. Mejor dicho, motivo del cuadre y engranaje de las corruptelas en el capítulo plurianual de inversiones. Y que para darle un formulismo seudo-legal basta con la firma del ministro de Hacienda y a partir del truco compartir la operación restrictiva del gasto público a la bulla de los debates y solicitudes amorfas, ajenas precisamente a la evaluación técnica y rigor administrativo en lo que se supone el plan central del país acompasado con el presupuesto nacional. Porque, sea la porción o mordida que sea, se trata justamente de eso: una licencia anómala.

Ello, por supuesto, no es excusable ni bajo la hipótesis de que en Estados Unidos esto también ocurre en el denominado “pork barrel” (barril de los puercos). Primero, porque allí los cupos nada tienen que ver con la manga ancha para la corrupción; segundo, porque allí el gasto público es legalmente compartido entre el Ejecutivo y el Legislativo, por ser una federación, hasta el punto de que el último puede suspender partidas presupuestales a su arbitrio; tercero, como se dijo, porque en Colombia la iniciativa del gasto público está restringida al Gobierno, por ser una república unitaria, incluso habiendo sido esa cláusula motivo prioritario en los debates de tantas Constituciones emitidas en la historia desde que se eliminó la iniciativa parlamentaria en el gasto público, por su evidencia nociva; cuarto, porque si a hoy se ha penalizado la compraventa de respaldos parlamentarios no debería seguir ello siendo ejemplo o práctica aceptada bajo ninguna variable; y quinto porque nada más extraño, la de fragmentar el presupuesto, en unos senadores elegidos dizque por circunscripción nacional cuando el contacto regional directo, sin ningún intermediario, debería ser propósito de un Ejecutivo institucionalmente organizado. En todo caso, bien haría la Corte Constitucional, incluso para salvar su cara, en poner coto a eso que, aun en su jurisprudencia difusa, se ha demostrado tan dañino en la tarea de limpiar la política. Pero, claro, ¿se atreverán algún día a poner control en ello, si son los mismos parlamentarios quienes eligen a los magistrados?

El Plan de Desarrollo, que hoy entra en discusión congresional, no tiene, de su parte, ninguna modificación a los “cupos indicativos”, tal cual se dijo en la campaña, aun manteniéndolos. Tanto hablar de los “ñoños” y nada. Un Plan que, no sólo por razón de los tiempos extemporáneos pierde de antemano buena parte de su vigencia sino que, en un mar de incisos, modifica la estructura de cuarenta a cincuenta leyes que merecerían ilustración por aparte y una discusión amplia y abierta. De todo, como en botica, allí se multiplican los retazos, aparece uno que otro mico minero, ambiental, educativo, agrícola, a la consulta previa y del transporte, pululan los detalles, se legisla por vía de la excepción y se pierden los propósitos y las metas nacionales en un conjunto de prioridades simultáneas que, precisamente, impide el enfoque y la priorización. No es, por supuesto, pecado exclusivo de este Plan. Es que la planeación hace tiempo dejo de ser carta de navegación para convertirse en un baúl de anzuelos.

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