La felonía de La Habana

Esta es solo la cuota inicial de la felonía que se pacta en La Habana. Faltan los puntos de impunidad para los delincuentes y la facilitación de su participación en política, entre otros. Para espantarse.

Hace tres días, cuando se anunciaron los acuerdos con la banda de las Farc sobre el agro, el presidente Santos se ufanó en tono jactancioso: “Es la primera vez en la historia, en la historia de nuestro país –¡la primera vez!– que el Gobierno y las Farc llegan a un acuerdo sobre un punto sustantivo.” Valiente epopeya, claudicar ante unos criminales.  Y qué mala memoria (para ser benignos en el término, porque es más una mentira, como casi todos sus anuncios altisonantes): basta recordar los acuerdos de La Uribe en el gobierno de Belisario Betancur que dieron nacimiento a la Unión Patriótica para desmentirlo.

Pero eso no es lo que queremos destacar. Lo que debe preocupar a la nación es el alcance de lo que se ha empezado a sellar, que no es otra cosa que la entrega pausada pero segura de la nación a los narcoterroristas.

Empezando por la justificación histórica de la violencia criminal de estos desalmados, que la han encubierto bajo el manto de la lucha por la justicia social, sobre todo en el campo. Haciendo gala de una total desvergüenza Santos les dio la razón a quienes han proclamado que su levantamiento obedece a desigualdades que requieren reformas de fondo, como la agraria, para que cesen las “causas objetivas” del mismo. “El Gobierno tiene la convicción –dijo al presentar el acuerdo- de que si queremos reversar los efectos del conflicto en el territorio y también impedir que el conflicto se repita, tenemos que cambiar de manera radical las condiciones en el campo, en el terreno. Esto se logra mediante una gran transformación del campo a la que hemos acordado llamar una Reforma Rural Integral.”

Al unísono Juan Camilo Restrepo, el saliente ministro de Agricultura, peroró en declaraciones al diario El Colombiano: “Las tierras han sido la causa del conflicto armado de Colombia. Superar el conflicto, reparar a las víctimas, lograr el desarrollo rural, modernizar este país, requiere, inevitablemente, que se aborden las diversas problemáticas de las tierras y los territorios y se regularicen los vicios del pasado”.

Luego, según el gobierno, las Farc tenían razón. Ahora podrán lavar sus crímenes con el manto de redentores sociales que el gobierno les ha reconocido. Y pedir impunidad total, cual lo vienen haciendo, como víctimas de un sistema desalmado que ha mantenido a las mayorías explotadas y discriminadas. Y contra lo que piensa el presidente, no se está impidiendo que el conflicto se repita: los desequilibrios, que no son nuevos y que no se resuelven de la noche a la mañana, pueden ser esgrimidos en cualquier momento para volver a las andanzas violentas.

Lo hemos dicho y lo volvemos a reiterar: mezclar la solución de los problemas económicos y sociales con la cesación de las actividades de los terroristas es el peor desatino y conduce a un callejón sin salida. Invertir la realidad y presentar una realidad fantasmagórica, solo conduce a legitimar las fieras y deslegitimar la democracia asediada por ellas. Desarma ideológica y políticamente al Estado y arma de munición doctrinaria  a los facinerosos. El absurdo total.

A estas alturas, luego de tres años de ejercicio del gobierno, de haber sido elegido por nueve millones de votos, de manejar con holgura el parlamento, uno se pregunta: ¿por qué esas medidas dizque salvadoras para el campo, si son tan benéficas y acertadas, no fueron adoptadas por la administración o presentadas al Congreso, y hubo que esperar a que las dictara la peor organización criminal de nuestra historia? Ahora las Farc podrán fanfarronear sobre la autoría de esta “revolución” agraria que se nos promete.

Lo peor, además, es que la institucionalidad democrática ha quedado hecha trizas. Con ese primer acuerdo –al igual que con los otros que se avizoran- el país ha quedado de rehén de las Farc. Como el papelón firmado el año pasado de los cinco puntos lo establece, como mismo Presidente lo ha indicado con claridad, como lo acaba de reiterar Juan Camilo Restrepo, como las mismas Farc lo han repetido hasta el cansancio, no se desarmarán ni entregarán los fusiles, simplemente harán “dejación” de sus actividades criminales (al estilo de la “dejación” del secuestro que conocemos). Un receso táctico para ver si los acuerdos se cumplen, que fuentes “cercanas” a la negociación tasan en la módica suma de diez años. Mantienen una espada de Damocles tenebrosa para imponer su voluntad.

¿Qué hará el Congreso ante los proyectos de ley o de acto legislativo que le presente el gobierno fruto de la celada de La Habana? ¿Podrá modificar siquiera una coma, so pena de ser catalogado como “enemigo de la paz”, de echar por tierra los acuerdos? La presión altanera de los jefes de la banda, amparada en la soterrada amenaza de los fusiles, anulará cualquier decisión racional y se impondrán los dictámenes de los “comandantes”.

Capítulo aparte merecen los aspectos de contenido en el tema agropecuario, no revelados en detalle pero insinuados de muchas formas. No pensamos entrar a discutirlos colocándonos en el terreno de los bandidos, otorgándoles la potestad de opinar y decidir sobre nuestro futuro, porque no se la reconocemos. Solamente lo hacemos para advertir al país de lo que se viene, si esas pretensiones no son derrotadas.

Haciendo a un lado las demagógicas consideraciones del acuerdo sobre educación, vivienda, salud, protección ambiental, “dignidad” de las familias campesinas, y otros tópicos de ese tenor, que solo provocan indignación proviniendo de quienes provienen, queremos insistir en que el fondo de lo que se urde es grave, vestido de ropaje engañoso. Dos cosas en particular nos inquietan.

Una, sobre la propiedad de la tierra que definitivamente se pone en entredicho. Santos ha corrido a tranquilizar a sus compatriotas advirtiendo que  “quien haya adquirido sus tierras legítimamente, nada tiene que temer”. Todo lo contrario. La “reforma rural integral” amenaza con desestabilizar el país, para satisfacer las ambiciones del mayor cartel criminal de la historia de Colombia.

Empezando por la creación de un Fondo de Tierras para la Paz (o para las Farc, no se sabe bien) que se nutrirá de distintas fuentes, con el fin de entregarlas a “los campesinos sin tierra, o con tierra insuficiente”. Supuestamente comprenderá las tierras mal habidas, para lo cual no se requeriría ninguna medida nueva, pues desde el gobierno de Uribe existe una normatividad sobre extinción de dominio suficientemente severa en esta materia. Igualmente se ocupará de la titulación de los baldíos, que se viene haciendo desde hace décadas y ninguna disposición especial necesitaría, y de la recuperación de apropiaciones indebidas de baldíos por particulares, que solo necesita la voluntad del Estado para cristalizarlo.

El quid de problema reside en otros componentes del asunto. En especial lo que en el comunicado conjunto que informa del acuerdo logrado se denomina la “formalización de la propiedad”. A juicio del ministro Restrepo “se calcula que el 45 por ciento de los predios que se trabajan en Colombia tienen títulos precarios de propiedad”. Casi la mitad de las tierras: ese es el tamaño de las áreas que entrarían en ese programa, y que deberían pasar por el cedazo de las Farc para obtener su reconocimiento formal. Con tal fin, anuncia el acuerdo divulgado, se crearán “mecanismos para solucionar conflictos de uso y una jurisdicción agraria para la protección de los derechos de propiedad”. ¿No basta la legislación actual para la “protección de los derechos de propiedad” y hay que acudir a una nueva soplada por las Farc? ¿Mantendrá la “inversión de la carga de la prueba” que aviesamente introdujo la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, creando una incertidumbre total en la propiedad rural?

El acuerdo pactado supuestamente “busca que se reviertan los efectos del conflicto y que se restituyan las víctimas del despojo y del desplazamiento forzado”. ¡Que ironía! Según la rendición de cuentas del ministro Restrepo, ahora que deja el cargo, se han recibido 39.399 reclamaciones de víctimas de despojo y desplazamiento forzado, que reclaman 2.706.121 hectáreas, y el primer despojador es la guerrilla con un millón de hectáreas (el 36,25%), seguida de los paramilitares (el 32,46%). Y es con los mayores usurpadores de tierra del país que el gobierno de Santos ha pactado un proceso para resarcir a las gentes del campo atropelladas. ¿Fuera del contrasentido de ese acuerdo, silenciando obviamente a los causantes primordiales del despojo, cree alguien que el propósito será condenar a los mayores depredadores del campo?

El otro mecanismo acordado sobre la propiedad tiene que ver con el “uso” del suelo. Parte Santos de la premisa siguiente: “Una parte importante de las tierras de Colombia no están siendo utilizadas de manera productiva”. Para lograr que lo sean (como se sabe las Farc han calculado en no menos de 20 millones de hectáreas los que califica de “latifundios improductivos”), aunque se mencionan distintas alternativas poco novedosas, como estímulos gubernamentales, se descarga el peso de la transformación en la aplicación de una revisión catastral (es decir un aumento del impuesto).

Sin entrar a discutir las causas de la “inadecuada” explotación de algunas tierras en Colombia, lo que sí es evidente es que no ha sido el Estado muy atinado aquí (Ley 135 de 1961), ni en otras partes (Ley de Tierras de Chávez en Venezuela) en disponer lo que los particulares han de hacer con sus propiedades para lograr el vago cometido de que sean “adecuadamente explotadas”. Por lo regular esas medidas han sido la fuente de atropellos enormes y distorsiones irracionales en la tenencia y utilización del suelo. Nada distinto ha de esperarse acá, cuando extensiones de más de 20 millones de hectáreas queden al arbitrio de normas convenidas con las Farc. Además no se trata de una medida sana, adoptada en acuerdo con los legítimos representantes del agro. Es ni más ni menos que un garrote esgrimido en asocio con los mayores extorsionadores de los propietarios de tierras de Colombia, los autores de la tristemente célebre “Ley 002”. Lo denota el tono amenazante del presidente Santos al anunciar la “revisión catastral”: “El que tenga tierras inexplotadas lo pensará dos veces”. ¡Cómo le parece!

En síntesis: el 45% de la tierra explotada tiene títulos precarios de propiedad según Restrepo, más otra “parte importante” de las tierras que es improductiva según Santos (que las Farc estiman en más de 20 millones de hectáreas), toda ella debe ser objeto de cambio de tenencia y/o uso, a través de medidas coercitivas que van desde una nueva jurisdicción agraria hasta una fuerte “revisión” catastral. ¡Y nadie debe temer por esta reforma!

La otra cosa que nos inquieta, es lo atinente a las zonas de reserva campesina (ZRC). Pretensión central de las Farc, pues consisten nada más ni nada menos que ampliar las “bases de apoyo” que requieren para fortalecerse militar, económica y políticamente durante el receso de la “dejación” de actividades armadas del “posconflicto”, con miras al asalto final del poder. Ya hay creadas varias ZRC en el país, en un área de más de 800 mil hectáreas. Las solicitudes elevadas al gobierno para crear más de 30 nuevas zonas, que las Farc gestionan en La Habana, cubren cerca de diez millones de hectáreas. En términos generales coinciden con áreas de influencia guerrillera y cultivos de coca, como lo han reconocido sus mismos líderes. Blanco es, gallina lo pone.

Esta solicitud de las ZRC no proviene de ningún movimiento campesino serio ni representativo del país. No nació de los cafeteros, ni de los paperos, ni de los horticultores, ni de los tabacaleros, ni de los paneleros, ni de ningún sector productivo real e importante. Es una pretensión nacida y alimentada de zonas coqueras de influencia guerrillera.  Eso es indiscutible. Las Farc pretenden que tengan “autonomía” y jurisdicción propia, además de recursos económicos que les provea el presupuesto nacional. “Republiquetas independientes” las calificó el ministro Restrepo en un arranque de sinceridad. Pues bien, en La Habana han pactado que el Estado las va a estimular y reconocer. “Las zonas de reserva campesina se vigorizan y se reconocen en su propósito fundamental de promover la economía campesina, aportar a la producción de alimentos y a la protección de zonas de reserva forestal”, expresó Humberto De La Calle, jefe de la delegación oficial en Cuba.

En cuanto a la “autonomía”, no se sabe cuánta se otorgue.  De La Calle solo indicó que no tendrán “la autonomía de que gozan los resguardos indígenas”. ¿Cuánta entonces? No se sabe, pero es evidente que si las Farc aceptaron, algún nivel se les concedrá. Pero, sobre todo, si no hay entrega de las armas por parte de la guerrilla, ni desmovilización, y las ZRC están ubicadas en sus áreas de influencia, ya se sabe cuál será el poder real tras el trono. Reconocidas legalmente, “vigorizadas” seguramente con fondos públicos, e infestadas de hombres armados, poco le aportarán al bienestar del campesinado colombiano, pero sí serán una amenaza poderosa para el futuro de nuestra vida republicana y democrática.

Esta es solo la cuota inicial de la felonía que se pacta en La Habana. Faltan los puntos de impunidad para los delincuentes y la facilitación de su participación en política, entre otros. Para espantarse. El país, con el Centro Democrático a la cabeza, debe hacerle frente con entereza y verticalidad a semejante amenaza. No es poca cosa lo que se juega en las próximas elecciones.

Share on facebook
Facebook
Share on google
Google+
Share on twitter
Twitter
Share on linkedin
LinkedIn

Buscar

Facebook

Ingresar