La hora negra de los socavones

La tragedia en Riosucio, Caldas, ilustra el drama de la minería ilegal e informal. La presión social, económica y armada acrecienta los problemas. Que brillen el orden y la legalidad.

La tragedia de 17 mineros atrapados en una mina de oro en Riosucio, Caldas, retrata los problemas, por supuesto en profundidad, de las excavaciones que en el país tienen la condición de informales o ilegales. Sea en la búsqueda de oro o de otros minerales bastante apreciados como el carbón o el platino. También de hidrocarburos. Hablamos de un país atrapado en los socavones de un sector económico que no debe ser estigmatizado, pero que requiere una legislación moderna y equilibrada.

Que a los mineros de Riosucio se les hubiese acabado la energía eléctrica, y que luego se les hubiesen anegado los corredores y que se redujera la ventilación, resulta tan trágico como profundo. A una condición aleatoria (léase circunstancial) se sumó una situación objetiva: sin corriente no había succión de las motobombas y las condiciones en una mina inundada se redujeron a cero aire, a cero espacio, a cero movilidad. Un riesgo de muerte cierto e irreparable.

No podría esperarse más de entables mineros a la sombra de la improvisación, de la falta de recursos, de la oscura presión que imponen la necesidad económica o los grupos armados ilegales, que martillan con sus amenazas alrededor de las zonas mineras.

Pero adentrémonos en las lecturas que suscita esta tragedia sobre la situación más estructural y compleja de la minería en el país. Por supuesto que nos duelen estos muertos de Riosucio. Y los del carbón en Amagá y los del oro en Cauca y los de otras decenas de explotaciones artesanales en los santanderes, en Cundinamarca y Boyacá. La realidad es que Colombia tiene un potencial minero-energético apreciable frente al cual no es adecuado estimular posiciones radicales de no explotación, pero, igual, tampoco de tolerancia ciega y a destajo.

Una de las locomotoras económicas del presidente Juan Manuel Santos era la de la minería. De metales preciosos y de combustibles. Pero, así mismo, la respuesta del Gobierno ha sido precaria frente a sus mismos propósitos: una legislación condicionada, parsimoniosa y a cuentagotas, puesta en la gramera de las estrategias políticas del Congreso y ante las relaciones permisivas con las multinacionales, que todo lo saben y todo lo pueden, con títulos y licencias al borde de infringir bases normativas e institucionales elementales.

La tragedia de Riosucio reedita las contradicciones de un país que pretende potenciar los recursos, los proyectos y las inversiones mineras, pero que al tiempo se muestra impotente para equilibrar esas explotaciones con el deber ser de un Estado sostenible, respetuoso del medioambiente y de los estándares ecológicos internacionales.

Los páramos amenazados por las exploraciones. Los ríos intoxicados con el vertimiento de miles de metros cúbicos de residuos. Los bosques nativos talados por los entables mineros. La fauna, la flora, e incluso las comunidades humanas, cercadas por las hordas flotantes e incontenibles tras los tesoros nacionales.

Es además perceptible la presencia recurrente de los grupos armados ilegales. De la guerrilla y de las bandas criminales que aúnan al enriquecimiento ilícito para sostener sus estructuras, y complacer sus intenciones de poder y lucro, un oportunista control social y político de comprobado riesgo para la seguridad, el orden y la legalidad nacionales.

Riosucio es un campanazo más frente a la obligación del Gobierno de crear rutas, fiables y legales, para una minería abierta a descubrir y aprovechar los tesoros del país.

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