La nausea

Y que después no me pidan que me reconcilie. Imposible reconciliarse con la inmundicia.

A Iván @Simonovis

Nauseabundo: ni esencialmente represivo ni tiránico, aunque use todos los métodos de la represión selectiva y los abusos  impúdicos de una tiranía, en este caso  bastarda como el monigote que hace que la gobierna. Sencillamente nauseabundo. Podrido, descompuesto, fétido como un perro inflado y carcomido por los gusanos al borde de una carretera o el cadáver descuartizado de un pobre infeliz degollado en las orgías de barbaries africanas.  Así sucedan en las barriadas de los pueblos y ciudades de Venezuela. Y no en Burundi.

Eso es este régimen: nauseabundo. Tal como se lo presagiara en aquella carnicería que terminara incinerando a docenas de presos en la cárcel de El Paraíso al comienzo del mandato, cuando Ignacito Arcaya dirigía la política interior del recién estrenado gobierno revolucionario, pañuelito de seda floreada en el inútil bolsillo de su blazer azul índigo y un sempiterno habano colgando de sus labios. Precedida de macabros partiditos de fútbol usando cabezas de degollados como balón sangriento, que se pusieran de moda desde entonces. Hasta que llegaron los Pranes.

Estas dantescas escenas que se han repetido a diario desde hace 14 años son la expresión más cabal de la barbarie. Posiblemente genética, mutante y de origen difuso, pero tenaz y de muy difícil erradicación. Aunque hay muchas otras tanto o más siniestras pero menos visibles, como los casos de obsceno enriquecimiento de la nomenklatura militar civil: los billones de dólares de Diosdado Cabello, de Ruperti, de Andrade, de Hugo Chávez y su pandilla de desclasados; los cientos de millones de los empresariales compañeros de ruta, tipo Antonini Wilson. Las fortunas incalculables de los capitanes de industria que han asolado PDVSA, las industrias de Guayana, los bancos expropiados. Sin contar el patrimonio de la República que se había asentado en siglos de esfuerzos en campos arrasados, agroindustrias saqueadas, propiedades robadas. Compartidas y toleradas por aquellos en cuyas manos Bolívar confió el destino de la República.

Por cierto: todo tan nauseabundo como la Guerra a Muerte o la Guerra Federal, las que hasta hace 14 años eran las grandes máculas que ensombrecían la auto conciencia moral de la Patria. Pero toda esta obscena mojiganga es peor, mucho más fétida y repugnante, porque travestida del birlibirloque democratoide. Los pueblos de cima en cima y nosotros de elecciones en elecciones. Ahogándonos en la pestilencia de esta inmundicia, pero con la mano orgullosamente agarrada a un voto. Pues incluso la tiranía de Gómez ha pasado a la historia por la inconmensurable grandeza de sus engrillados, como queda constancia en esa obra extraordinaria de hombría y decencia escrita en pedacitos de papel de liar tabaco por José Rafael Pocaterra. Uno de los más ilustres y rarísimos ejemplos de grandeza nacional. Grandeza que no caracteriza, duélanos reconocerlo a quienes amamos el suelo que nos cobija, a la nacionalidad.

Esto es una prostíbulo nauseabundo. Digno de ser retratado por el Marqués de Sade. Veo sus andares pesados, torpes, bigotudos, brutales: están desnudos. Son ladrones, asaltantes, carniceros, traidores, asesinos. Aclamados por aquella inmensa parte más desgraciada, más inculta, más inservible y deleznable de la Patria. Aquella que agota su conciencia moral en luchar pugnazmente por obtener una presa de pollo o un puñado de dólares en el festín de Baltazar.

Y que después no me pidan que me reconcilie. Imposible reconciliarse con la inmundicia.

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