La parte del juez

La mayoría de los observadores y especialistas políticos de América Latina que manejan buena información y no padecen de la amnesia repentina que suele producir el oportunismo político, se han preguntado qué hace Raúl Castro mirando al foco de la cámara, sonriente y en guayabera, en el centro de la foto en la que el presidente Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño Echverri, alias Timochenko, jefe de las FARC, se dan la mano después de firmar un acuerdo para negociar la paz en Colombia.

El dictador de Cuba debe de estar allí por un gesto de pura cortesía, dicen los más generosos, ya que es en ese país donde los colombianos conversan -con secretismo, marañas y trampas incluidas- desde hace casi tres años para tratar de recuperar la estabilidad y salir de una guerra de varias décadas que ha provocado 220.000 muertos y seis millones de desplazados.

Pero no. Castro actúa como mediador oficial. Eso sí, modesto, equilibrado y comprometido. Al final de la ceremonia de la firma del documento, y entre los abrazos contaminadores y previstos, declara emocionado que la paz en su "querida Colombia" es indispensable y que su gobierno continuará con su apoyo a ese objetivo con "absoluta imparcialidad y discreción".

Los que han seguido la historia reciente de las luchas políticas de aquella región no pueden creer en la neutralidad de Raúl Castro. Se conoce que, aunque las guerrillas de Colombia se iniciaron antes del triunfo del castrismo en 1959, en la década de los 60 llegaron a un punto de esplendor porque sus principales cuadros militares y escuadras o pelotones de combatientes se entrenaron en campamentos en la provincia de Pinar del Río. Los grupos armados crecieron y se hicieron poderosos por el respaldo financiero, de armamento y apoyos de todo tipo por parte del régimen de La Habana.

Cuba era el nicho logístico de los alzados colombianos hasta el momento en que los que iban a liberar la nación del capitalismo y darle libertad y progreso hallaron las fuentes de su dinero en el narcotráfico y los secuestros. Pero la isla no dejó, no ha dejado de ser, la inspiración política de quienes creyeron que Los Andes sería una copia ampliada de la Sierra Maestra y que el socialismo real se puede exportar como las drogas.

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