La Suprema judicializa a la Oposición

El Régimen, las izquierdas y los “progre” en todos sus matices y variedades exóticas están de plácemes con los recientes fallos de la Corte Suprema de Justicia contra altos funcionarios del gobierno de Alvaro Uribe, auspiciados tras bambalinas por el Ejecutivo y la Fiscalía.

Se reafirma así una peligrosa y alarmante tendencia hacia la judicialización de la política y en particular de la oposición en Colombia cuyo objeto es derrotar por vía judicial a quien no han podido opacar políticamente.

Más allá de la jerga jurídica propia de los expedientes y fallos de los magistrados, es imperioso recordar el punto de origen de la aguda confrontación entre el expresidente Uribe y la Corte Suprema: la palabras de Uribe a favor de que la Corte Constitucional fuese el organismo de cierre en los fallos de tutela desató la ira y los celos de los magistrados de la Suprema. Después vinieron los choques, malentendidos y acusaciones por el tema de la parapolítica que afectó a un buen número de congresistas que hacían parte de la coalición del gobierno Uribe.

La Suprema se apoyó básicamente en investigaciones presuntamente académicas de una corporación dirigida por un excomandante guerrillero hoy célebre personaje de la farándula criolla que introdujo la teoría del “voto atípico”. Los interesados soslayaron el hecho de que las decenas de congresistas investigados, juzgados y condenados cometieron sus delitos de aliarse con paramilitares siendo militantes de los partidos liberal y conservador en otros gobiernos.

Aunque era vox populi que también había infiltración de las guerrillas en el aparato judicial y en la política, nada hizo la Suprema ni la Fiscalía por iniciar la debida investigación. Se presume con total cinismo que la cercanía política e ideológica con las guerrillas es legítima. Toda el agua sucia del escándalo se la echaron a Uribe en contravía del hecho real de que la existencia del fenómeno paramilitar y su ulterior infiltración data de los años ochenta y alcanzó su cima en la década de los noventa durante los mandatos Barco, Gaviria, Samper y Pastrana.

El problema paramilitar que afectó a toda la sociedad con complejas imbricaciones y lamentables consecuencias y desgracias se le imputaba al Estado, pero, quienes así pensaban necesitaban, para ser más convincentes, un chivo expiatorio, un persona de carne y hueso a la que pudieran achacarle la responsabilidad, para eximir o atenuar la culpa de aquellos gobiernos.

El magistrado sustanciador de la parapolítica se tomaba sus aguardientes con testigos encargados de hundir a los acusados, participaba en fiestas con los columnistas antigobiernistas que tenían intereses en los procesos violando de esa forma la autonomía de la Justicia.

Luego vinieron las denuncias de las fiestas a los magistrados organizadas por personajes de dudosa reputación, con regalos costosos, tiquetes y hospedaje incluidos. Uno de los togados llegó a proclamar que vivíamos “en el siglo de los jueces”. El choque Uribe-Corte Suprema se agudizó cuando esta asumió una actitud de bloqueo y saboteo a las ternas presentadas por Uribe para la elección de Fiscal General. Lo que muchos de los ellos tenían en mente era ni más ni menos, el juzgamiento y la condena de la plana mayor del gobierno Uribe, incluido el propio presidente.

La Suprema declaró inválida la valiosa información contenida en los computadores de Raúl Reyes con el peregrino argumento de haber sido obtenida sin el seguimiento escrupuloso de la cadena de custodia. La consecuencia lógica: cancelación de investigaciones a personajes de la vida política nacional simpatizantes, aliados o amigos de las FARC.

Muchas otras situaciones han alimentado la desconfianza con el proceder de esta Corte. La Suprema solo se fijó en el Congreso de la República y en los altos oficiales del Ejército acosados por activistas de colectivos y ongs que convirtieron los derechos humanos en parapeto de su ideología extremoizquierdista.

Hoy condenan a funcionarios encargados del espionaje por hacer seguimientos propios de su función en un país agobiado por amenazas descomunales de narcotraficantes, mafias, paramilitares, guerrillas, narcoguerrillas y terroristas que infiltran las instituciones y corrompen sus dirigentes, desarmando de esa manera uno de los frentes más importante en la lucha contra el crimen como si Colombia no viviese una situación de grave amenaza.

A los funcionarios del gobierno Uribe, uno a uno, los ha procesado con implacable saña y evidente cálculo morboso. No todos están libres de culpa, por supuesto, pero la mayoría han sido vencidos más por su pertenencia a dicho gobierno. Andrés Felipe Arias no se robó un peso y contrató con la OEA como otros ministros en el pasado. Sabas Pretelt y Diego Palacio no mataron ni hirieron ni robaron, ofrecieron puestos como todos los gobiernos, ni siquiera en proporción parecida a la exultante mermelada repartida impúdicamente por el actual presidente, útil hasta para resucitar cadáveres políticos como Samper.

Y para redondear la faena, esta Corte quiere arrasar con cuatro o cinco funcionarios más y con el propio expresidente Uribe, llevándolos a juicio y condenándolos a la cárcel.

De esa forma, la Suprema actúa como la espada jurídica del antiuribismo de derecha a izquierda que detenta hoy el poder en el país, pisotea el principio de no intervención en política y se quita la venda de sus ojos, para destruir una tendencia política legal, un partido legítimo y borrar todo lo que ganó Colombia con la política de Seguridad Democrática, sacrificando a su máximo artífice.

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