La vacaloca fiscalista

Barrigazo de la economía
Autozancadilla al miniplebiscito

Cuando los impuestos se vuelven la obsesión del Estado se produce una distorsión en los diferentes ítems de la economía. El criterio fiscalista que ha venido tomándose la mentalidad del Gobierno está produciendo una reacción inusitada, incluso en los sectores que hasta el momento se habían presentado favorables. Los indicadores económicos, todos a una, demuestran lamentablemente que se está viviendo en un país completamente diferente, no solo al de hace un par de años, sino incluso al de las mismas cifras oficiales.

La espiral inflacionaria es solo uno de esos casos. Cualquier ciudadano del común puede hacer el cálculo de lo que costaban los productos alimenticios unos meses atrás y lo que hoy está ocurriendo en los supermercados y las tiendas de abastos, para darse cuenta de que hay elementos de la canasta familiar que han duplicado su precio, muy por encima desde luego del 6,77 por ciento de la inflación de 2015.

De este modo, la presión inflacionaria se ha tomado buena parte de la economía y no se debe ello, por supuesto, y exclusivamente, al fenómeno de El Niño, sino particularmente al traslado de la presión devaluacionista al consumo. Existe, por el contrario, un desbordamiento en la inflación y es difícil que los precios tomen el curso menos costoso de las semanas anteriores.

Todo ello, a su vez, con una presión devaluacionista que nunca se vislumbró en las características que ha debido sufrir Colombia desde que comenzó la caída en los precios del petróleo. De hecho, la devaluación sobrepasa el 65 por ciento en un año y medio y el colombiano común, en términos de dólares, ha perdido casi la mitad de su patrimonio durante el lapso. A ello el Gobierno contesta que es una maravilla, porque el dólar ha vuelto a las tasas en que debía estar, sin reparar en la sensación de empobrecimiento generalizado que hoy mantienen los colombianos y que ciertamente se ha venido tornando en una protesta política cada vez más latente.

Ya no se trata, pues, de “hacer chillar a los ricos”, sino de que todo el pueblo colombiano es víctima de una especie de confiscación, al salto de las conveniencias gubernamentales de turno. Tan es así como que la comisión de expertos tributarios, nombrada por el Gobierno, ha hecho gala en sus conclusiones, recién conocidas por la opinión pública, de la misma mentalidad fiscalista de la que está imbuido el Gobierno. De modo que es absolutamente claro, para cualquier colombiano, que el IVA se incrementará hasta el 18 o 19 por ciento, y que los productos exentos serán gravados de modo regresivo. Lo mismo se aumentará la base gravable para quienes tengan salarios de un millón ochocientos mil de pesos en adelante. Y por igual se sabe que los dividendos tendrán su tasa impositiva, generando doble tributación con las propias empresas. Inclusive se propone volver al fiasco de la renta presuntiva y a ello se suma el sobrecosto de lo que se está viviendo en los prediales municipales. De tal modo que en Colombia se coronará la intención de ser uno de los países más fiscalistas del mundo.

Con ello, desde luego, no solamente se ahuyentará la inversión, sino que se impactará el empleo. Está claro, en diferentes sectores de la economía, ya no solo en el minero y petrolero, que se vienen adelgazando las nóminas, y el empleo que se había logrado generar en años anteriores comienza a desfallecer. En tal sentido es sabido por los expertos que tanto personas naturales como jurídicas están cambiando el lugar de domicilio de sus negocios. 
A ello se añade, así mismo, el incremento paulatino en las tasas de interés. El crédito es cada día más caro, a fin precisamente de bajar la presión inflacionaria, pero igualmente se atenta contra las necesidades de inversión de las empresas y los mecanismos para conseguir tecnología de punta.

Al mismo tiempo, el hueco fiscal hace que el Estado se desprenda de los pocos activos rentables que aún le quedan. Por supuesto, parecería indispensable el requerimiento de $6,5 billones para continuar con el plan de infraestructura y carreteras, pero igualmente es difícil tragarse el sapo de que Isagen cueste menos de US$2.000 millones, siendo la joya de la corona colombiana. Las voces de detrimento patrimonial tendrán, a no dudarlo, repercusión a corto, mediano y largo plazos. Entre tanto, el tamaño del Estado se mantiene en su dimensión pantagruélica, con recortes mínimos frente a los retos fiscales del Gobierno. La deuda pública, con el incremento del precio del dólar, ha llegado a esferas inconcebibles y el margen de endeudamiento bordea la línea roja. La inversión pública en sectores estratégicos como la agricultura se ve totalmente diezmada y el ritmo de exportaciones decrece considerablemente, mientras la balanza comercial muestra un abismo, al igual que el déficit en la cuenta corriente.

Con semejantes circunstancias es obvio que el miniplebiscito anunciado para refrendar la paz se volverá, más que ello, en un voto de confianza o no sobre las acciones gubernamentales generales. No hay paz, desde luego, si el colombiano del común se siente estrangulado y desvalido en sus anhelos básicos.

De suyo, ya no es fácil vender un acuerdo de paz que, según lo dicho por una entidad del prestigio de Human Rights Watch, es la piñata de la impunidad. Todavía más difícil explicar que habrá elegibilidad política inmediata. Y todavía peor tratar de convencer a buena parte de los reacios colombianos en medio de una cascada tributaria y tarifaria que los alejará de las urnas.

El país, ciertamente, se ha despertado al 2016 como en una especie de vacaloca, donde a diario se anuncian nuevas medidas impositivas, restricciones al salario, nuevas cargas financieras y la elevación de los costos de los servicios públicos. Siendo así es claro, a hoy, que habrá prevalencia de la economía sobre la paz, salvo que el Gobierno decida morigerar su obsesión fiscalista y se dedique a administrar las nuevas realidades nacionales y mundiales sin desmedrar a los ciudadanos.

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