La vida es una tómbola

La vida es una tómbola, hizo saber a mi generación Marisol en una canción que se resiste a pasar de moda. Seguro que ni la cantante, ni quienes consignaron millones en traganíqueles para hacerse repetir la retahíla, ni tampoco quienes cantábamos el estribillo en largas faenas de aguardiente amargo -cuando los karaokes funcionaban con cancionero en cuadernillo impreso-, sabíamos que decir «la vida es una tómbola» era enunciar una ley universal de la vida: hay un movimiento continuo de la rueda de la fortuna. Nuestra voluntad y nuestros actos inciden poderosamente en los resultados, pero en ocasiones no se corresponden. En la noria de la vida, estaremos unas veces arriba, otras abajo, algunas en la mitad. Y con los movimientos laterales, bien podremos estar a derecha, izquierda, adelante o atrás del eje. Quien sepa eso, no necesariamente deberá ser considerado sabio. Pero, quien no, es un insensato. Curiosamente, creo, y digo esto por percepción personal y directa como observador y analista: quienes menos suelen recordar lo efímeros que son la gloria y el poder son los políticos de coyuntura. Ellos se acercan a la política como mecanismo de ascenso o de desfogue de su narcisismo.

El político por vocación de poder, el que concibe lo público como mandato interno de su corazón, no suele arredrarse ni desfallecer ni flaquear. Para los primeros, una derrota, el olvido o la incomprensión son crisis que nunca logran superar; para los segundos, en cambio, son estímulos: como es el ayuno al anacoreta y al faquir, el flagelo al santo, o el silencio al cartujo.

Los viajes son fuente inagotable de conocimiento y experiencia trasladada. Esta columna la escribo en el ambiente penumbroso de un vuelo nocturno que me lleva desde la antiquísima Xi’an hacia la ultramoderna Shenzhen. Los gomosos por la historia solemos tener datos frescos sobre el último emperador, aquel melancólico jardinero que cerró el ciclo de relevo de las trece dinastías que alternaron en el poder de la inconmensurable China. Pero pocos saben que Xi’an fue la cuna de Qin, el primer emperador. Acabo de conocer su tumba y soy testigo de cómo todavía vaga, errabundo, por las extensas llanuras de Xi’an, el espíritu de sus miles de esforzados soldados, quienes, disciplinados, mantienen, dentro de su cuerpo de terracota, el orden de batalla que les dispuso su líder hace 2.200 años. Y, mientras conocí la historia de triunfos y fracasos del gran emperador, reivindicado por los actuales gobernantes de la China; mientras leía sobre sus avatares, glorias y desdichas, fui confirmando, a través del mágico Blackberry, de algo que complementa la idea de lo cambiante que es la fortuna: que el mundo es un pañuelo, y que la humana condición será siempre igual en oriente, occidente, en el norte o en el sur.

Al tiempo que visitaba el museo que honra la grandeza del primer emperador, robé minutos para leer en Blackberry noticias de mi tierra. Y me encontré, ¡qué casualidad!, con una furiosa campaña que está en plena marcha, para arrancar de la memoria popular la imagen y obra del presidente Uribe. Los ensañados quisieran comenzar la faena enterrando a sus colaboradores como a los guerreros de terracota, pero vivos. La primera gran argucia fue poner calificación a los ex presidentes: dieron cinco aclamado a los tibios y descalificaron a los firmes; los defectos del ‘caguanismo’ se declararon virtudes y confrontar al terrorismo fue definido como persecución a opositores. Denunciar las mañas de ciertos magistrados tomó el oprobioso nombre de ‘desinstitucionalización’. Resultado: Uribe es, prácticamente, un presidente inexistente. Algunos desesperan con eso. Yo les recomiendo aprender de la persistencia y la paciencia chinas. Tarde o temprano la locomotora de la historia restablecerá su buen rumbo.

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