Laboratorios FARC

No hay droga buena. Ninguna. Desde las más inocuas en el corto plazo –como la nicotina o el alcohol–, hasta las más devastadoras –como la heroína, el crack o la desmorfina–. Esta última, conocida como «krokodil» (cocodrilo en ruso) o droga caníbal, es un derivado opiáceo entre 8 y 10 veces más potente que la morfina y cuya dosis es entre tres y cinco veces más barata que una de heroína, apenas un dólar.

A pesar de su peligrosidad –se come los tejidos blandos de las zonas donde se inyecta, dejando a la vista hasta los huesos– y de que la esperanza de vida de sus adictos es de apenas dos años, hay al menos un millón de consumidores de la droga zombie en Rusia y se está extendiendo por Europa y Asia, ya que cualquiera la puede cocinar con compuestos legales en su casa en un santiamén.

La marihuana o el hachís, cannabis al fin y al cabo, están en un escalón intermedio respecto a su poder adictivo. Para ser justos, deben ser contados los casos de adictos al cannabis que hayan cascado de una fumada.

La marihuana no es en absoluto letal y desengancharse de la hierba, y créanme que sé de lo que hablo, es mil veces más sencillo que dejar el café o los cigarrillos. La droga más consumida del mundo tampoco resulta un peligro para los sistemas sanitarios.

De hecho, las consecuencias en este sentido de las cuatro drogas más consumidas del mundo son muy inferiores a las del tabaquismo y el alcohol, según un estudio de la revista médica británica “The Lancet”.

Tabaco y alcohol son «responsables en conjunto de casi un 10 % de la mortalidad total» contra el 1 % de las drogas. Aunque hay quien defiende el uso terapéutico del cannabis, un relajante de tomo y lomo, para paliar los estragos de los tratamientos de quimioterapia y dolores articulares, entre otros males, sus beneficios no están plenamente probados.

Puede que la marihuana y el hachís no sean mortales, ni conviertan a sus consumidores en zombies. No encontrarán a un fumeta robando por un collogo y es seguro que los humos de la hierba no se comerán su carne, pero conozco a más de uno al que, tras años de darle al porro, se le ha derretido el cerebro.

Diversos estudios relacionan el consumo de cannabis con el desarrollo de ansiedad, psicosis y depresión, además del desarrollo de trastornos de pánico. Con respecto a la aparición de trastornos mentales tales como depresión y ansiedad, los consumidores diarios tienen cinco veces más posibilidades de desarrollarlos que los no consumidores. Pero el principal riesgo de la «maría» es que es la prinicipal puerta de entrada al consumo de drogas más dañinas.

Hay millones de personas adictas a la nicotina que jamás han probado otra sustancia y, sin embargo, la inmensa mayoría de adictos a la heroína, la coca o las drogas sintéticas comenzaron fumando cannabis. Esto es así y cualquiera que haya tenido una juventud “dispersa” lo sabe.

Por eso, y como estoy seguro de que el Gobierno colombiano conoce los riesgos que implica la legalización terapéutica del cannabis, me escama el desmedido interés del presidente Santos en despenalizar su uso.

Rebusco y solo encuentro una explicación. Que pretendan entregar a las Farc el monopolio del cultivo de marihuana para mitigar el impacto económico del cierre de sus actuales actividades delictivas (narcotráfico, armas, extorsión y secuestros).

Santos quiere firmar la paz en 2015, lo ha dejado bien claro. Aunque sea a costa de convertir a la narcoguerrilla en un laboratorio legal de marihuana. Paz por porros, vaya.

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