LAS ELECCIONES CHILENAS ¿UN PASO EN FALSO?

¿Son verdaderamente 23 los puntos que separan las opciones entre derecha e izquierda en el seno de la sociedad política chilena, como se manifiesta en el resultado de las elecciones presidenciales del pasado 15 de diciembre? ¿Copa la alianza centrada en el Partido Socialista de Chile, con el respaldo de democristianos y comunistas en sus dos extremos – una suerte de mágico desiderátum soñado por el partido de Luis Corbalán en los prolegómenos del desastre de la Unidad Popular en los años setenta, cuando no pretendiera ir más allá de lo que Lenin llamaba “la revolución democrático burguesa” – dos tercios del espectro político nacional? ¿Tan profundo es el giro histórico tras 17 años de dictadura militar, 20 de Concertación de Centro Izquierda y cuatro de franca hegemonía de la derecha chilena como para avizorar conmociones en un futuro chileno con una derecha acorralada en sus cuarteles de invierno y una izquierda en pleno despliegue de sus más profundas aspiraciones?

El manojo de interrogantes que abren las elecciones chilenas de este 15 de diciembre es demasiado complejo como para despacharlo con formalismos al uso. Y deja ver una herida en el entramado del frágil y delicado proceso de transición que aparentemente ha contribuido a distanciar al ciudadano común del admirable proceso de reconstrucción consensuada que viene protagonizando desde hace un cuarto de siglo.

¿Hay razones que expliquen la sorprendente debacle de la derecha chilena en estas elecciones presidenciales, den cuenta de la preocupante abstención y expliquen la jibarización de la votación de liberales y conservadores a la salida de un gobierno que ha cumplido con creces sus promesas de prosperidad económica aunque cojitranco de capacidad de comunicación y manejo políticos?

A ser franco, yo no las encuentro. Lo que se constata es un distanciamiento de la ciudadanía respecto del universo político militante. La decisión de ponerle fin a la obligación del sufragio, venteada con jolgorio por el progresismo chileno y en particular por su adalid, Ricardo Lagos, como ganancia neta se ha traducido en una abstención abrumadora. Con el producto de una pérdida lamentable. Seis de cada diez votantes prefirieron quedarse en casa. Sin que por ello pueda atribuírsele al derecho recién conquistado de asumir el voto como una cuestión optativa la responsabilidad  por la apatía ciudadana. Ni como para que los progresistas puedan exhibir orgullosos esta celada hacia la despolitización de las encrucijadas y el predominio de las maquinarias. Detrás de ese casi 60% de abstención late más un rechazo que un desinterés. De la sociedad civil hacia la sociedad política. Y ese es el síntoma de un malestar que debe ser atendido con cuidado por quienes tienen preocupaciones de Estado, no de partidos. Y desde luego, más de las instituciones que de las organizaciones políticas.

Desde luego: airear los graves traumas del golpe de Estado del que se cumplieran cuarenta años a 3 meses de las elecciones, usarlos como señuelo electorero para blindar el respaldo a la candidata de la UP reciclada en su papel de víctima propiciatoria y volver a meter la mano en la llaga de un dolor que no cesa, no pudo menos que asquear a quienes apostaban a la reconciliación por sobre toda otra consideración. El ciudadano común. Con una doble consecuencia: poner inútil pero oportunistamente en jaque a las fuerzas de la derecha y mostrar el tripero de una izquierda que se sale del tercio con una verónica de trapisonda y tragicomedia. Como si ella no tuviera la responsabilidad de haber sido la provocadora del despertar de todos los demonios. Y la beneficiaria, tras cuarenta años, de un país sumido en la bonanza que hoy niega.

La derecha, por su parte, incapaz de asumir con grandeza la responsabilidad que le cupo en la tragedia y más aún, de asumir el legado de una reconstrucción como la vivida en Chile entre 1973 y 1990, prefirió esconder el morro e incluso, lo que en el caso de Piñera alcanzó ribetes de incontinencia, echarle la culpa al vecino. ¿La UDI o RN, quiénes fueron más responsables por lo que pasó o no pasó, si es que pasó? Y la lucha de clases como motor de la historia, ¿dónde la ponemos? ¿Y dónde a socialistas y comunistas que hoy disfrutan del reciclaje de esta extraña Nueva Mayoría con olor a Unidad Popular, en la que la Democracia Cristiana aparece ungida al carro mayor con una cola de inconsecuencias políticas e ideológicas de bulto?

Fue un dato sintomal, pero de muy profundas significaciones. Pues lo que ha avalado y legitimado a la Concertación, desde Aylwin a la primera Bachelet, ha sido el anhelo profundo por rectificación, por reparación, por entendimiento de todos los sectores de la sociedad chilena. Proceso en el que han actuado mancomunados los dos sectores entonces enfrentados, con el respaldo tácito e explícito del que asumió la herencia de la dictadura. Un pacto de entendimiento implícito logrado gracias a una auténtica disposición, en el mismo sentido, de la parte querellada. Más allá de las diferencias lógicas y legítimas de la vida política democrática, reglada por el funcionamiento de partidos e intereses contrapuestos y a veces antagónicos, la derecha civilizada y la izquierda civilizada dieron pruebas admirables de sentir un profundo respeto por el país. Un sentimiento que no necesitó ni de propagandistas ni voceros como para insuflar a todos los procesos electorales vividos hasta el lamentable de este 15 de diciembre de una buena voluntad colectiva y del deseo de participación sincera y orgullosa. Nadie puede argüir sin desvergüenza que las altas participaciones experimentadas durante todos los procesos electorales desde el advenimiento de la democracia se debió exclusivamente a la amenaza del castigo por incumplir una norma. Los chilenos quisieron votar, y lo hicieron. Con entusiasmo y preocupación.

Sospecho que en esa abrumadora participación de 20 años de Concertación, que culmina con un 12% de abstención en las elecciones de 2010 y estrechos resultados entre los representantes de uno y otro sector se manifestaba un pareo de fuerzas otrora encontradas que reafirmaba el sustento democrático de la sociedad chilena, contenía los posibles desafueros y ataba a ambos sectores a la yunta del trabajo colectivo por reafirmar la identidad democrática nacional. Ese admirable equilibrio de fuerzas se ha hecho añicos, por lo menos en la superficie, dejando los intereses democráticos de la Nación a la deriva de los caprichos de uno de dichos sectores: ¿pueden los delirantes proyectos de “transformaciones estructurales” sentirse avalados, cuando en los hechos no han sido respaldados más que por el 25% de los electores? ¿Puede una convocatoria de tan exiguos resultados darle sustento sociopolítico a cambios profundos en la vida institucional de los chilenos?

La idea de convocar a la realización de una asamblea constituyente implica riesgos enormes para el conjunto de una sociedad, como los graves desajustes de los equilibrios políticos provocados por su realización en Venezuela. Que tras 14 años aún no se recupera. ¿Es suficiente contar con la radicalidad de uno de cada cuatro votantes para abrir un proceso de tales características fundacionales? ¿Puede la exacerbación de los intereses encontrados ser fuente de un cambio de modelos institucionales como los que se trasuntan tras el proyecto constituyente de Michelle Bachelet?

Antes de cantar albricias por un supuesto exitoso abordaje del próximo gobierno, la izquierda y el centro chilenos que se retrajeron a sus bastiones de la oposición frontal al gobierno de Piñera para reciclar el juego de las causas perdidas de hace medio siglo debieran atender a la inmensa fragilidad de su auténtico respaldo político. Y la derecha preguntarse por las razones que le impidieron actuar con la grandeza de causa que estas elecciones ameritaban. Llevada por la insólita mezquindad de sus ambiciones parcelarias, le dio la espalda al mejor de sus candidatos. La responsabilidad de sus dirigencias no puede escudarse tras falsos argumentos.

Por todo ello, los resultados de estas elecciones me desconciertan y me preocupan. No encuentro otra explicación al eventual naufragio de este 15 de diciembre que la señalada: el extravío de un proyecto de consensos, fracturado por las ambiciones inescrupulosas de quienes creyeron llegado el momento de pasar facturas, se acoplaron al carro de las apetencias populistas – el caso del problema de la gratuidad absoluta de la educación es patético – y comienzan a sentir la seducción de ensoñaciones mesiánicas, de las que las peores son las llamadas Constituyentes. ¿Vuelve un cuarto del país a soñar en pajaritos preñados?

No me convencen los apaciguamientos en base a la estabilidad del proyecto liberal capitalista chileno, la impasividad de la Bolsa y la tranquilidad de los inversionistas. A la hora de la crisis, no existen compartimentos estancos. Contrariamente a lo que sostenía Marx, no es la economía la suprema hacedora de voluntades: es la política. Y un mal paso político puede ser más grave que un error de apreciación económica.

Chile podría estar dando un inconsciente tropezón hacia el futuro. O cuando menos, un grave paso en falso. Amanecerá y veremos.

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